La importancia de llamarse Leopoldo López

Miguel Molina Díaz
Barcelona, España

Reconocí su rostro a primera vista. Era Bolívar. Yo caminaba por Nueva York en los primeros días de la primavera del 2012. Respiré profundamente y me acerqué a él. Los rayos del sol iluminaban la estatua del Libertador de América. Junto al escudo de mi país estaban los de Colombia, Venezuela, Panamá y Bolivia. Dicen que estar lejos hace que la identidad latinoamericana se incruste en lo más hondo del pecho. Ese instante, frente a Bolívar, recordé dos eventos fundamentales de mi vida. El primero fue la lectura que hice de ‘El general en su laberinto’ cuando tenía 16 años. El segundo fue la promesa que hicimos en el 2011 un grupo de ecuatorianos, colombianos y venezolanos para asumir como una íntima convicción el sueño de Simón Bolívar.

No exagero al afirmar que ‘El general en su laberinto’ me cambió la vida. Por culpa de la novela de García Márquez me hice bolivariano y esa es una condición con la que viviré hasta el día de mi muerte. La certeza de saberme parte de todo un continente es lo que me hizo, desde el primer minuto, sentir que compartía un mismo origen con Andrés, Leticia, Gabriela, Karen, Carmine y Rodrigo. Brillantes estudiantes venezolanos gracias a los cuales comprendí que para Venezuela y, en general, para América Latina había esperanza.

Hoy, años después, me es imposible no rememorar los días que compartí con ellos y comencé a amar Venezuela tanto como amo al Ecuador. Un gobierno nefasto ha prostituido el nombre de quién soñó y fue padre de nuestros países y de nuestra identidad. Nicolás Maduro y sus secuaces están escribiendo los episodios más macabros y sangrientos de la historia venezolana reciente. Cuando escribo este artículo ya se han reportado 17 víctimas mortales, más de 250 de heridos y un número de presos políticos que supera las 5 centenas.

Todo eso además de los maltratos y medidas estatales que han imposibilitado el ejercicio del periodismo y la libertad de expresión y prensa. En ese sentido, el relato del periodista colombiano Juan Pablo Bieri es, ciertamente, escalofriante. Y así, impidiendo el libre flujo de información por medio de artimañas repugnantes es como intentan engañar al mundo imponiendo sus falsas verdades.

El fétido régimen chavista que, repito, prostituye la memoria de Bolívar, está utilizando toda la violencia del Estado para aplacar las legítimas protestas estudiantiles. El Foro Penal Venezolano ha denunciado atentados contra los derechos humanos que incluyen el uso de bombas lacrimógenas y perdigones, vejaciones, torturas e inclusive una violación por vía anal con un fusil al joven Juan Manuel Carrasco. El mismo Maduro ha afirmado que la revolución pacífica podría tomar el rumbo de las armas. De hecho, ya las tomaron.

En su demencial obsesión por el poder y el dinero los chavistas culpan de sus propios y brutales desmanes a Leopoldo López, uno de los líderes de la oposición venezolana. Convirtieron a Leopoldo en preso político y chivo expiatorio de una dictadura pusilánime que está haciendo de Venezuela un Estado fallido. No se dan cuenta, en su enfermedad desquiciante, que a la vez convierten a Leopoldo en un símbolo de lucha por la libertad.

Leopoldo, en su celda, es uno de los latinoamericanos más libres que ha parido este continente. Eso es, justamente, lo que no puede soportar el régimen chavista: la evidente superioridad de sus opositores. Es una superioridad ética, moral e intelectual contra la que no pueden competir. Maduro, en su ignominiosa demencia, sabe que cualquiera de los estudiantes que protesta en las calles es más íntegro, valiente y más bolivariano que él. Y sabe, además, que tiene los días contados en el Palacio de Miraflores.

Allí radica, justamente, la importancia de llamarse Leopoldo López. Lo han convertido en un símbolo. Leopoldo está en las calles de Caracas, en la valentía de los estudiantes que luchan por su Venezuela. Y no solamente allí. Hoy es una obligación ética para los latinoamericanos levantar la voz para condenar la brutal represión estatal y decirle a la dictadura que no se puede tolerar más mentiras, más delincuencia, más escases, más pobreza y más violencia.

Como latinoamericano no puedo dejar de sentir orgullo por todos los estudiantes que, arriesgando sus vidas, han dejado las aulas para luchar por su país. Hoy Venezuela es el drama de todo un continente. Pero tampoco puedo dejar de sentir dolor porque los están atacando con armas y desmedida crueldad. Y esos golpes son como puñaladas que nos clavan a todos, en cada uno de los rincones del mundo en que habitamos latinoamericanos. Por todo eso, para mí, fueron tan profundamente vergonzosas e indignantes las declaraciones del presidente de mi país, Ecuador, en respaldo al gobierno nefasto de Nicolás Maduro. Y peor aun el burdo e irrespetuoso homenaje que el inefable canciller ecuatoriano organizó en memoria de Hugo Chávez, para solidarizarse con Maduro. Quedará para la historia quienes fueron los cómplices y encubridores de la tragedia.

Hace pocos días, mientras caminaba por el Sena, lo volví a ver. Supe que era Bolívar porque se trataba de una estatua que arrastraba la tristeza más grande del mundo. La distancia geográfica que a muchos latinoamericanos nos separa de nuestra tierra no hace que el dolor desaparezca. Y el monumento al padre y libertador de América no podía dejar de expresar la desolación por su país, hoy secuestrado por el despotismo. Entendí perfectamente el silencio que rodeaba el rostro metálico de Bolívar. Era el silencio del horror. Hoy, Venezuela nos duele a todos.

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