El brindis de los enemigos

Marlon Puertas
Guayaquil, Ecuador

Me van a disculpar los conciliadores y seguidores del Yin y el Yang, pero no puedo esconder mi rostro de sorpresa, como no pudieron esconder los verdes sus caras de la derrota, ante la escena armoniosa, casi de panas, del brindis hecho por Rafael y el chin chin que sonó con la copa que levantaba feliz Mauricio Rodas.

Me dirán que soy un resentido. Lo acepto. Me restregarán que soy un sectario. Lo asumo. Pero no puedo olvidar tan pronto que hace apenas 15 días el mismo Rafael vaticinaba la caída de su Gobierno, de su revolución llamada a ser eterna, si es que el joven de rizos rubios, a quien ahora le deseó tanto éxito, le ganaba a su candidato Augusto.

A ese mismo joven le dijo de todo. Desde refrito socialcristiano hasta inepto, incapaz, nebotcito y toda esa variedad de calificativos que solo siete años en el poder supremo impulsan sin freno. Y el jueves, allí estaba Rodas, como diciéndole salud a esos pensamientos descalificadores.

Dándole palmaditas a su ofensor, devenido por la decisión popular en gran anfitrión de quien, hasta hace dos semanas, no guardaba ningún respeto.

El problema es que los electores quedamos como los grandes tontos que nos creímos todo lo que se dijeron en la campaña. Ha sido de mentiritas. Es como esos peleadores de lucha libre que se sacan la madre en el ring, pero todo es parte del show para entretener a las plateas. Las sillas que se estrellan en sus cabezas, son de cartón nomás. Las patadas voladoras que se zumban, no llegan a impactar. Los golpes que se dan, son meros ademanes.

A propósito de esto, he recordado a dos diputados de la partidocracia que en el pleno legislativo se insultaban de lo lindo. Hasta amagaban que se irían a los puños. Yo, que cubría las sesiones, en ese tiempo más divertidas, hacía barra para que eso ocurra, por supuesto. Nunca pasó.

Hasta que un día, grande fue mi sorpresa al encontrar a este par de enemigos en gran borrachera en un bar de mala muerte, a los que acostumbraba yo también ir. Desde entonces, cada bronca política me causa una especie de ternura, porque capto el sacrificio de estos patriotas que, en el fondo, se quieren mucho.

Es fácil de entender: los une su amor por el poder. Rectifico, su amor por el servicio. Están en el mismo negocio, el de captar para ellos la voluntad popular. Han nacido para mandar sobre el resto de pobres mortales, condenados a sus designios. Son una especie de sociedad de los poetas muertos, con la diferencia que ni son poetas y están muy vivos. Una cofradía, algo así. Un grupo selecto de individuos –no digo individuas porque no asoma ninguna mujer, honestamente- que se creen, y de hecho, son los elegidos.

Así podría entenderse el almuercito en Carondelet. Son los elegidos. Y brindaron por eso. No importan, para nada, las ideologías, membrete que sirve mucho en la campaña y termina refundido en un cajón, durante la gestión. No importan los insultos que se dijeron ni tampoco los que se dirán, casi de inmediato, después de la comidita. Yo no podría brindar con ellos. Para mí, un café, por favor.

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