¿Cuánto vale la traducción?

Maricruz González
Quito, Ecuador

Gracias a la cultura, casi un siglo y medio después del idílico intento del oftalmólogo polaco Luis L. Zamenhof de crear un idioma auxiliar universal –el esperanto [el que espera]–, las lenguas ventajosamente permanecen, con sus respectivas evoluciones, pero permanecen, y ni siquiera el inglés ha logrado desvanecerlas, aún. Mucho podríamos discutir y algo se ha escrito acerca de la dolorosa desaparición de muchas lenguas que, en general, responde a que detrás dejaron de existir los individuos y la cultura que las sustentaban. Pero para ello necesitaríamos otro artículo.

Esta nota está dirigida a lanzar pensamientos acerca del valor de la traducción en nuestros días, en que la gente aún no ha llegado a comprenderse idiomáticamente a través de las fronteras ni siquiera luego de décadas de globalización, y la razón por la cual aún es menospreciada o mirada con indiferencia, a menos, eso sí, que sea realizada por escritores ya famosos. Y es extraño porque la globalización y sus múltiples actividades en los campos científico, político, económico, cultural, deportivo, comercial, etc., más bien, han centuplicado las necesidades de traducción.

Si examinamos libros publicados en el exterior y sus reseñas, veremos que el fenómeno de los créditos al traductor, si bien es mucho más avanzado que en nuestro país, no difiere tanto como uno se imaginaría; y los derechos de traducción no siempre se respetan, cosa inadmisible y que acá está aún en pañales.

En mi experiencia como traductora de diferentes tipos de libros locales, siempre he tenido que insistir en los créditos de traducción. En los primeros, ni se me menciona, ya que ni yo misma tenía consciencia de ellos. Tiempo después, ante mis reclamos, en algunos consta mi nombre en los agradecimientos, en otros debajo del autor, ninguno en la portada; y, claro, tampoco recibí derechos de traducción. Aunque resulte difícil de entender, no se trata, al menos no es esta mi intención, de una reivindicación ególatra. El tema gira alrededor de la valoración real, ni mayor ni menor, de la tarea que implica dar la oportunidad a decenas, centenas o millones de lectores de conocer el pensamiento o las historias de un autor que las haya escrito, como suele suceder, en un solo idioma; o que dos o más personas puedan firmar un documento vinculante habiendo podido leer su contenido en una lengua que sí entienden; o que, a los que les gusta el doblaje, puedan ver una película en su propia lengua –cosa que, personalmente, me aterra– o entender un diálogo con subtitulación o subtitulaje –palabras que, irónicamente, no constan en la RAE–, etc.

Ningún intento, ni el de Google, ha logrado, aún, lo que hace un traductor, ergo, un ser humano hecho de conocimientos, experiencias, sentimientos y, como resultado de todo ello: ¡criterio! Y es que es el criterio, tan ausente en el mundo actual, el que hace irreemplazable a la tarea humana en la traducción, por lo menos hasta hoy.

Una querida amiga paquistaní definía al sexto sentido, lo que yo llamaría criterio, como la acumulación generacional de conocimientos ancestrales que nos da la capacidad de enfrentar al mundo al nacer; aquellas armas tácitas que no permiten que vengamos totalmente desprovistos de herramientas… ¿para qué, si no, serviría la acumulación de historias, la sucesión de generaciones?

Para ceñirnos a la traducción, el criterio es vital para lograr un buen resultado. Es lo que nos permite traducir a “Quito” (con mayúscula), como la capital del Ecuador y no como la primera persona singular del presente del verbo “quitar”, como se hizo en un tratado bilateral en épocas de Lucio, cuyo autor seguramente fue Google  ya que el texto que seguía era… ¡la fecha! Es lo que nos permite dejar al Tahuantisuyo en paz y no traducirlo al inglés como “their Tahuanti”; o que no firme un señor con cargo de “Cemento Público” como hiciera el gerente de la Cemento Chimborazo en una licitación publicada en The Miami Herald, el 7 de mayo de 2012 (tengo el anuncio en mis manos); o lo que algún día permitirá al mundo angloparlante disfrutar de la obra de nuestro gran poeta Jorge Carrera Andrade en lugar del horror que publicó la Casa de la Cultura hace algunos años y que Álvaro Alemán denunciara con toda justicia.

En 2007, un grupo de colegas finalmente logramos crear la Asociación de Traductores e Intérpretes del Ecuador, ATIEC (www.atiec.org). No fue tarea fácil, debo decir. Muchas energías negras cayeron sobre nuestros esfuerzos, principalmente de trincas que pensaron que podrían seguir acaparando el mercado para evitar la profesionalización y la capacitación de las nuevas generaciones que se dedican a esta carrera. Pero vencimos y la ATIEC sigue su tarea de abrirse camino y de educar a la sociedad en el sentido de que la traducción e interpretación no se improvisan.

Sin embargo, en este campo, el Ecuador adolece de un gran vacío académico: la única Escuela de Traducción e Interpretación que hubo (en la UEES, de Guayaquil), cerró sus puertas el año antepasado. La extragrande mayoría de los pocos intérpretes y de los traductores profesionales ecuatorianos que habemos, por lo tanto, no contamos con un título universitario en la materia, ni de tercer, peor de cuarto nivel. Muchos tenemos títulos en otras ramas, unas más afines que otras, pero son contados con los dedos los que tienen maestría; no conozco ningún PhD [y es que el PhD sirve para investigar, no para crear élites separadas del mundo real, al contrario de lo que parecen haber entendido las autoridades de educación –una buena definición de un PhD que leí en algún lado era “alguien gateando por la tierra con una lupa, más que un señor de terno y corbata, o de wango si fuera del caso, sentado en un panel”, para solo ponerlo en masculino].

Las consecuencias de la ausencia de un lugar de enseñanza para esta carrera es que a menudo los eventos en los que se requieren intérpretes –con el fin de pagar menos en unos casos y en otros por falta de conocimiento de lo que es la interpretación–, contratan a neófitos (y a veces ni siquiera eso). En cuanto a traducción, los ejemplos como los del señor Cemento Público, desgraciadamente, no son pocos, por insólito que pareciera en el siglo XXI.

Cuando presidí la ATIEC me acerqué a algunas universidades, (Los Hemisferios, UDLA y PUCE) para auscultar la posibilidad de abrir una escuela en sus instalaciones. En la primera nos enseñaron un laboratorio para intérpretes que pudo haber sido bastante bueno, ya que alguna vez tuvieron la intención de abrir la carrera, pero el proyecto no prosperó. La segunda nunca respondió a mi solicitud de un encuentro, a pesar de conocer al rector hace muchos años. La tercera fue más abierta; además de contar con una sala con cabinas para interpretación, el entonces director del departamento de idiomas, aunque no es ni traductor ni intérprete, nos ofreció el auditorio en donde realizamos varios eventos, nos invitó a participar en congresos de idiomas –no especializados en traducción, ya que la carrera no existe en la PUCE–, pero tampoco se llegó a nada.

Últimamente se ha abierto una puertita en otra universidad muy importante de Quito, pero salta de antemano el problema de los títulos, lo cual se convierte en un círculo vicioso: por un lado, tenemos un vacío académico con la falta de escuelas de traducción e interpretación para las nuevas generaciones y, por otro, los profesionales que estaríamos en posibilidad de llenar ese vacío nos vemos impedidos de hacerlo por la falta del título académico (aun cuando nuestros currículos podrían llenar algunas maestrías, como me dijo alguien de esa universidad).

El criterio, una vez más, está ausente en la implementación de políticas públicas. La experiencia en el campo de la interpretación y traducción es, como se dice en inglés, of the essence. Si recordamos cómo nació la interpretación, en una conferencia de la OIT, en 1927, y más tarde de manera más profesional y con equipos ya específicos, en los juicios contra los nazis en Núremberg en 1945, y comparamos con lo que en la materia ha sucedido en Ecuador, realmente me siento parte de un grupo de individuos que luchamos a capa y espada por profesionalizarnos solos. Porque eso sucedió mucho antes de la existencia de la ATIEC.

¿Cómo lo hicimos? Trabajando solos, separados, cada uno por su lado, lanzándonos solos al ruedo, tanto en traducción como interpretación, seguramente cometiendo todos los errores y pasando vergüenzas propias y ajenas con esos errores. Y lo logramos. Creo que el Ecuador cuenta con un grupo pequeño de intérpretes y algo más grande de traductores que puede batirse, y de hecho lo hacemos, en cualquier batalla, sea ante la ONU, Unión Europea, UNASUR o cualquier otro foro nacional o internacional.

Sin embargo, me pregunto, ¿es necesario que las siguientes generaciones deban pasar lo mismo cuando podrían aprender de una manera más ordenada, sistemática y con personas capacitadas para ser sus tutores? El vacío académico que ha habido permanecerá, ¿o tal vez pensarán las autoridades –si es que les interesara el tema– que la única salida sea contratar profesores extranjeros para llenar esa brecha, como han hecho en otros campos? A 69 años de esos juicios de Núremberg, debemos retomar el proceso (que desgraciadamente se suspendió en la UEES) en este campo tan necesario en el mundo globalizado. La palabra queda en las autoridades educativas públicas y privadas…

Más relacionadas