Muchos años después de esa tarde remota

Maricruz González C.
Quito, Ecuador

Pocas veces la prensa mundial dedica sus portadas y decenas de artículos a la muerte de un escritor. Creo que solo podría competir con Mandela, pero dudo que con otro literato que haya muerto hasta la fecha. Los artículos, reseñas, mini biografías y comentarios a todos estos son innumerables. Entre los que pude revisar, solo encontré a una mujer desubicada que, aparentemente por su odio a Chávez, pareció endilgarle a GGM su desdicha. El resto no ha sido sino admiración y zozobra ante la desaparición de uno de los escritores más famosos de épocas contemporáneas. Me pregunto cuál sería la reacción del Gabo ante tanto homenaje. Seguramente un comentario habría sido: “¿Salir a la calle? ¿Estás loco?”, como cuando regresó a la casa familiar en Cartagena, cuando ya las multitudes lo asediaban.

¿Qué más se puede decir de Gabriel García Márquez que no hayan dicho ya doctos, expertos y fanáticos que lo han analizado, estudiado y usado como tema de innumerables tesis durante casi cinco décadas? Pocas veces se dan casos como el de este autor, tan tercermundista y caribeño en sus historias, tan traducido a otras lenguas y para otros hemisferios y que tanto detestó desde un inicio “la televisión, los congresos literarios, las conferencias, las entrevistas y la vida intelectual” aunque siempre (o casi, para no ser tajante) se haya entregado a estos de gran talante. Entre 1955 y 2010 publicó 42 libros, entre novelas, cuentos y crónicas periodísticas. Pero fue a partir de Cien años ya que perdió la vida privada, excepto en su Aracataca, en donde todos lo saludaban de lejos pero nadie estaba interesado en acercársele para pedir trabajo, para decirle qué habían leído de su obra, para hacerle una pregunta profunda o lanzarle una teoría zafada sobre alguno de sus personajes.

No creo que queda ya espacio para más elogios o análisis que puedan equipararse siquiera a los ya escritos. Además, por respeto a este gran autor, que declaró varias veces no gustar de los críticos, “el mejor ejemplo de intelectualismo… porque tienen una teoría de lo que debe ser el autor y tratan de calzar al escritor a su modelo, incluso a la fuerza”, más bien lo que cabe es relatar la experiencia de cada uno de nosotros con él, y la mía, nunca la voy a olvidar.

Nunca me olvidaré del odio que le tuve a Cien años de soledad. Era a fines de los setenta – unos diez años después de su primera publicación – y mi entonces marido y yo, sub-20, habíamos llegado a la Ciudad Luz, la ciudad de los sueños de cualquier joven con ansias de aprender de toda época [¿pasada?]. Me sentía como una campesina sacada de su pueblito, que no podía cerrar la boca ante tanta maravilla nunca antes vista, el Arco de Triunfo y el metro incluidos. Todo fue bien los primeros dos meses en que los dos nos dedicamos a un curso ultra intensivo en la Alianza Francesa, en el Boulevard Raspail, para poder entrar a la universidad ya filitos en el idioma. Fueron días de acoplarnos a cuanta maravilla nos topábamos y de arduo aprendizaje de la lengua franca en los que no vimos a nadie más que la profesora, compañeros de clase y la dueña del apartamento que nos alquiló unas habitaciones, madame Tabouret, una viuda que aparentemente había enloquecido al quedar sola luego de que su marido muriera en la II Guerra y que GGM habría ya incluido en alguno de sus cuentos.

La tortura para mí comenzó cuando a mi entonces marido, compañero se decía, se le ocurrió hacer uso del teléfono de contacto que había llevado desde Quito, el de la Sol Mena, que estaba a punto de graduarse en Educación y llevaba algunos años viviendo en París. En cuanto supo quiénes éramos nos invitó con gran entusiasmo, que luego sabría es su adorable estilo característico, a un almuerzo el sábado siguiente. Esa llamada fue el fin de mi mundo de entonces. En ese almuerzo cambiaria mi vida, mi relativa paz y autoestima.
Llegamos ese sábado, par de culicagados, como dirían los paisanos de GGM, a conocer a unos personajes, para mí, de terror. Mi compañero encajó enseguida gracias a una personalidad que ya para entonces despuntaba. Chistes iban, chistes venían; se hacían comentarios, se topaban muchos temas, imagino que se incluirían las dictaduras del Cono Sur, lo cierto es que lo único que recuerdo es que yo no entendía nada y que seguramente no pronuncié otra palabra luego del tímido saludo a la entrada. Debo haber parecido una momia, intentando sonreír y seguir un hilo que nunca supe por dónde empezaba y, peor aún, cómo seguía.

Hasta que llegó el momento de hablar del libro. Recuerdo que maldije las chambres de bonne en las que a todo estudiante que se precie le toca vivir en París: ni siquiera podía recurrir a “me voy a retocar el maquillaje” o “a ver el jardín” o a acostarme en una cama de algún otro cuarto a hacerme la dormida, porque todo estaba ahí, en una sola habitación que no permitía escape alguno. Me tocó aguantar mi ignorancia. ¿El libro? CIEN AÑOS DE SOLEDAD de ese tal García Márquez, que yo, como niña pequeñoburguesa recién salida de la casa de sus papitos y más o menos recién graduada del colegio, ¡ni siquiera había hojeado!!! Alguien me dirá por qué no lo tomé tranquila y declaré simplemente que no lo había leído. ¡No, no! Mi orgullo y vergüenza propia no me daban para tanto. Preferí callar y no parar de sufrir. Y comencé a odiar a Cien años de soledad y a su autor.

Además de orgullosa, era irreverente desde esas épocas. No sé cuánto tiempo estuve negándome interiormente a leer al Gabo, “para no seguir la corriente como borrego”, pero imagino que no pudo ser mucho. Seguramente la presión llegó a tal punto que no tuve otra que abrir el temido libro que ya estaba en nuestro poder, lo recuerdo, la edición de Editorial Sudamericana, esa con marcos azul quiteño sobre fondo blanco, que algún guante blanco se robaría después. No fue más, como dirían los croupiers.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota…” y yo recordaría ese odio inicial, porque ya no lo pude soltar, ni al libro, que he leído cuatro veces, ni al autor, que pasó a ser uno de mis preferidos. Tanto caló en mí, como en la mayoría de sus lectores, el talento arrasador que el autor quiso siempre minimizar al declarar que no había inventado nada, que todo lo había encontrado en su pueblo natal, aunque aceptaba que tal vez Faulkner le había enseñado a narrar lo que veía. No toda su obra me gusta, pero fueron dos las que me dejaron boquiabierta, la de la anécdota del odio y, años mas tarde, El amor en tiempos del cólera.

Cuando GGM publicó su novela en 1967, para él fue el acabose. Se acabó su libertad, su privacidad, su capacidad de salir a la calle y hablar con los que luego podrían ser sus personajes. Y él, raro en una estrella iniciada, lo odió. Si al inicio se reía de las elucubraciones de críticos europeos, que eran los que más divagaban teóricamente alrededor de sus personajes y con seguridad eran los que más alejados estaban del mundo caribeño, enseguida llegaron a indigestarle. Y esos sentimientos los recoge su hermano Eligio García M. en su libro Son así, cuando transcribe una declaración de GGM que dice que prefería estar muerto y que “lo peor que le puede suceder a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, o en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas”.

Dos años después de que yo leyera su gran novela, declaró a The Paris Review (No. 82, 1981): “[La fama] es mala a cualquier edad. Me habría gustado que mis libros hubiesen sido reconocidos de manera póstuma, al menos en los países capitalistas en donde uno se convierte en un tipo de mercancía”.

Así de fuerte. Tanto odió la fama ante los oídos y miradas impávidas, insisto, de cuanto periodista, literato, estudiante o fan que lo acosó, como por ejemplo el que lo entrevistó en 1995, esta vez de Televisión Española, que siguió con las preguntas luego de que GGM le dijera “…hacer entrevistas es lo que más me alborota la úlcera”.

Claro que en algún otro lado aceptó que usó esa fama para fines políticos, en especial para su inentendible relación con el dictador Fidel Castro, una relación que el escritor ahora exilado Norberto Fuentes, antiguo miembro del círculo cercano de Castro, en uno de sus libros parece insinuar, sin probar ni incriminar directamente a nadie, que hubo algo así como una foto chantajista que jugó un papel en ese supuesto amor. Conociendo los métodos maquiavélicos del poder, todo es posible, aunque ahora ya nadie podrá probarlo, ni siquiera su adorada Mercedes Barcha que, de ser cierto el chantaje, fue seguramente a la que quiso proteger. En todo caso, esa relación es perturbadora, especialmente cuando uno lee sus muchas opiniones acerca del poder y las dictaduras, como: “Cuando se alcanza el poder absoluto, se deja de tener contacto con la realidad, y esa es la peor clase de soledad que hay”.

Yo no lamento la muerte del Gabo. La senilidad en que vivía desde hace unos 4 años es algo demasiado desgarrador e injusto para el individuo y los que lo rodean. Sin embargo, debo decir que ante su muerte lo que siento es temor. Van desapareciendo personajes que formaron parte de un movimiento que cambió al mundo en el siglo XX. No importa cómo terminó cada uno, cuáles fueron sus intenciones, cómo llegaron, el asunto es que esos individuos, con sus talentos, tuvieron la oportunidad de estar en el lugar preciso en el momento preciso. No son seres extraterrestres, no se trata de eso. Mi rechazo a los mitos, como parece que fue el que sentí a los 19, permanece hasta hoy. El mundo está poblado de ese tipo de talentos. Lo interesante en los que rodearon a la generación del Gabo es que pudieron juntarse, producir obras espectaculares y mostrar al mundo y a la historia sus grandes destrezas, con lo que influyeron para siempre, cada uno en su ramo, en la literatura, en la música, en la pintura y escultura de la historia de la humanidad.

Me dirán que el talento no abunda, pero yo digo que tampoco falta. Gracias al internet lo encontramos a diario. Basta entrar en la web o recibir a través de las redes sociales las maravillas de muchos hombres y mujeres en el campo de las artes, al que me estoy refiriendo y al que yo soy asidua. Mi temor es que esos talentos vayan por el mundo desperdigados, comprados, usados y que también nos usen a nosotros, los espectadores solo para fines de lucro. En un mundo tan despersonalizado, tan individual e individualista, ¿habrá posibilidad de que se reúnan esos talentos para nuevamente lograr cambios a nivel masivo? ¿Será el campo político el que logre unir a esos talentos, como fueron las dictaduras latinoamericanas de los años 50 que los obligaron a evacuar el terruño y encontrarse en Barcelona o París? ¿Les debemos eso a las dictaduras y al exilio? ¿Volverá a ocurrir?

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