Esa escoria eterna

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

Hace años escribí una columna en que analizaba el grito “negros de mierda” que constantemente se escucha en los estadios de fútbol. El improperio se matiza con gradualidades que dependen de la garganta y la emoción de quien lo expresa. A veces recibe la compañía de otros fanáticos que repiten el grito o simplemente lo celebran con una broma ad-hoc. Pero nunca ha ocurrido algo parecido a una respuesta personal o colectiva contra el agresor. Por lo menos no he tenido la oportunidad de ver (ni, debo confesarlo, protagonizar) una respuesta contundente y acorde. El oprobio gana por goleada en el campo de una supuesta furia colectiva, que necesita desahogarse y encontrar chivos expiatorios. Porque se supone que eso ocurre: los aficionados se enfurecen y, en su furia ciega, lanzan rayos y centellas. Por eso la falta “se atenuaría”. Y no pasaría de un chiste vulgar o de un grito que pertenece a la misma “rama biológica” de las puteadas que reciben jugadores, técnicos y árbitros.

No obstante, lo de los “negros de mierda” es más bien otra de las tantas representaciones en las que se manifiesta esa escoria eterna que es el racismo. Ese maldito prejuicio que separa a las personas por su color de piel, se arropa en unas supuestas diferencias de inteligencia, comportamiento, habilidades físicas o mentales y un largo etcétera que ha justificado todo tipo de atrocidades –desde la esclavitud, pasando por los genocidios y terminando en la cotidiana discriminación- a lo largo de la historia del homo sapiens. Se supone que en el siglo XXI las personas somos iguales en derechos, pero en la práctica nos encargamos de regresar a la historia larguísima, que nos ha acompañado desde tiempos ignotos con su sino vergonzante y estúpido. Y que se manifiesta de múltiples ominosas maneras, urbi et orbi.

El último capítulo de esta aborrecible tara social tuvo, en un mismo fin de semana, a dos deportes como escenario.  No se trató de un grito sino de formas más sugestivas de racismo puro y duro. Mientras en las canchas españolas al jugador del Barcelona, Dani Alves, uno de los aficionados del Villarreal le tiró un banano, en alusión al insulto que llama simios a los africanos o afrodescendientes (pero, por contradictorio que parezca, el insulto no se aplica –como debería- a quien lo profiere), en EEUU, se develaron declaraciones personales de Donald Sterling, multimillonario dueño del equipo de básquet Los Angeles Clippers, quien le habría pedido a su amante, entre otras cosas, no juntarse con negros ni invitarlos a los partidos del equipo. La conversación tiene el imponderable halo irónico de que la amante del productor de exitosas series de TV, tiene raíces mexicanas y afroamericanas, y que Sterling es el dueño de un equipo -y una organización- donde los jugadores y el personal son afroamericanos en su mayoría.

El dolor que provocaron las manifestaciones de racismo tuvo como contracara el comportamiento luminoso de Alves, quien se comió el banano y dio cara al agresor, mientras que en el estadio de los Clippers, en el primer juego de postemporada como local tras las declaraciones de Sterling, el negro fue el color predominante en todo el coliseo y su gente. La respuesta tanto del Villarreal como de la NBA fue aplicar, respectivamente, la máxima sanción posible al aficionado y a Sterling, sancionándolos de por vida, y, en el caso del productor de TV, imponiéndole una multa de $ 2.5 millones y obligándolo a vender la franquicia. Hasta ahí, todo parecía ajustarse al clamor popular. El problema, es que las respuestas no lograron tapar la historia ni explicar por qué recién ahora, que los eventos fueron tan evidentes y mediáticos, se genera una reacción acorde.

Sterling tiene un historial de abuso con connotaciones racistas que lleva tres décadas comprobadas. Uno de los gerentes del equipo, el otrora gran jugador de básquet, Elgin Baylor, incluso lo demandó -sin éxito- por comportamiento racista, algo de lo que también dan fe varios ex jugadores y trabajadores de la organización. En todo ese periodo, la NBA no hizo nada al respecto. Solo cuando el hecho reciente incluso tuvo un comentario del presidente Obama –quien, además de aficionado al básquet es afroamericano- y que se mediatizó a tal punto que obligó a una punición inmediata y durísima, es que Sterling recordará lo que implica “racismo nunca más”. Pero hasta entonces la suya, como la de la mayoría de racistas, ha sido una vida plagada de prejuicios validados (y muchas veces protegidos) socialmente.

El caso español es de manual. Son incontables los hechos, nacional e internacionalmente, en que partidos de fútbol y básquet en suelo hispano se ven apedreados por comportamientos racistas de espectadores y jugadores. Mientras que para los segundos las sanciones son durísimas, los primeros reciben multas de una Comisión Antiviolencia que más parece tribunal de tránsito. A nadie parece importarle mucho las sanciones, lo que garantizaría un ciclo interminable de ignominia.

Es hora de que el “racismo nunca más” tome la forma de una extirpación definitiva, en el deporte, de ese cáncer que afecta a la sociedad. A todos nos toca velar porque así sea. El deporte nos demuestra que la brega por definir al mejor no conoce de colores de piel. Solo de excelencia, determinación y coraje, que es lo que nos falta a todos como sociedad para que la escoria deje de perpetuarse.

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