Banana Republic

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Recogiendo doctorados honoris causa ha pasado el Mashi durante estas semanas. Verlo irse y volver, orondo, siempre listo para disparar burlas y denostaciones, ahora fatiga, aburre, no sorprende más. El cinismo se ha vuelto lugar común en la política hiperpublicitada de este país, que es más banana republic que nunca, que es más no-republica que cuando los presidentes patéticos bailaban en Carondelet, solo a punta de amenazas y ejército. Cuando la repetición de la publicidad engañosa en todo lado se satura y vuelve infértil el apoyo de estadio, de reciénvenido, de barrabrava que pide la 35, siempre se echa mano de  alguien que corrobore esa entelequia que han dado por llamar “el milagro ecuatoriano”: siempre, otra vez, hay gente que quiere venir pagada al Ecuador a darse una vueltita y alrededor de la que se organizan simposios, foros y cocteles sesudos. La legitimación por el lado académico ha sido un descubrimiento tardío pero reditual de un movimiento político sembrado de egos de aula de clase. La conclusión, no obstante, es la misma en todo momento y suele estar aderezada de consignas que se cantaban en los tiempos de Allende para cooptar más adeptos. Allí está la izquierda: en el correísmo. No hay otra salida: si no, si no son los salvadores de la patria, nos toca otros mil años de oligarquía.

Es probable que la confrontación en sí misma no esté mal. Hay veces que de hecho ayuda. Lo extraño aquí es corroborar cómo, mientras la derecha asiste atónita a ver la clásica pelea entre zurdos que se fraccionan hasta el infinito, la Revolución del Mashi ha optado por reñirse con las bases que votaron por él, que lo encumbraron como el dirigente que le iba a sacar al país del marasmo mediocre en que vivía y del acoso de los intereses del capital.

No hay tal. Las grandes empresas del Ecuador, contra las que pontificó y sigue pontificando el Mashi, tienen un paisaje de película, embotellando alcohol importado en el país para no pagar impuestos, brindándole servicios de hotelería y preparación de eventos al Estado, derivando los ahorros y los sueldos de los burócratas en sus cuentas, u ostentando beneficios anacrónicos proteccionistas. Haciendo monopolio donde todavía pueden hacerlo. Los réditos políticos de tal cálculo se ven en el aire en un silencio cómplice y paradójicamente elocuente, que habla más de lo que Correa es capaz. O sea, muchísimo.

Ya es hora de decirlo: a Correa le sostiene una base grande que cualquier gobernante quisiera, pero está orondo y peleón gracias, también, al apoyo de grandes conglomerados empresariales que han pasado de puntillas por las reformas. Lejos queda el berrinche del empresario textil Pinto, que se marchó con parte de su producción al exterior.  Con el pretexto de sembrarlo todo de producción ecuatoriana, este gobierno ha despolitizado su gestión sin miramiento alguno: valen lo mismo los viejos apoyos sospechosos de los capitales acumulados que las mentes lúcidas y los corazones ardientes.

Mientras tanto, estas semanas Correa y su equipo de ministros han creado un clima pocas veces antes visto de agitación social y confrontación: a la burla a la que le hacen acreedor a Yasunidos, se ha sumado la criminalización de la protesta, aunque esta vez haya incluido el asedio de pueblos y dirigentes indígenas, en pos de la defensa ferviente del modelo extractivista que se juraron ante las urnas desterrar del país. Los ecologistas infantiles, los indígenas de poncho dorado, los retardatarios, los corruptos, los sinvergüenzas, las gorditas horrorosas son cada vez tantos, son cada vez más, y son cada día en mayor número quienes fueron sus aliados.

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