Correa o el final del lenguaje

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

De lo irremediablemente desaparecido en el gobierno de Rafael Correa, lo que más se hará echar de menos es el lenguaje, al menos si se atiende a una significación sencilla pero decente de la palabra: una articulación y un uso que desemboca en referir cualquier cosa. Pero en referir, en provocar interlocución.

La fatiga y posterior muerte del lenguaje correísta demanda desarchivar varios de los lugares comunes que sostenían la afirmación de la habilidad, de Correa y sus súbditos, de responder disparados a cualquier interpelación, de no cometer jamás el pecado de mostrar la duda. Y de saber usar el don (sic) de la palabra.  Fue adjetival, imperativo, siempre ampuloso e hiperbólico, un golpe de bola medicinal cuando era el caso, pero ese desecho, el lenguaje muerto de la revolución ciudadana, no es ahora más que un ruido sordo que suena como un zumbido, sin variaciones. Igual en Harvard o en La Prosperina, el agotamiento de la posibilidad de enunciación del correísmo, que en sus últimos tiempos mezcló cultura de masas elevadas, sermón pseudoacadémico de teoría económica neoclásica, retórica fascio-nacionalista y un cinismo de humor inglés, ha mutado hasta ser una estática reproducida en parlantes de concierto todo el tiempo, a todas horas.  No asusta que un político haya hecho esto; asusta el poco tiempo que ha requerido el mandamás para hacerlo. Asusta cómo se ha paseado, campante, por la iconografía de izquierda, o al menos del siglo XX, y vaciado de cualquier posibilidad de subversión o de interpelación, precisamente porque ella iba, en primer lugar, a interpelar  su proceso sin quedarse callada o estampada en una pancarta de contramarcha.

Uno de los logros del calado de la revolución turra de Correa en varios estratos fue haber invertido los destinatarios, o haberlos incluido a todos en un mismo registro. Para el populacho pendenciero, era un señor caballero aquél que disertaba en la tarima, antes del concierto guevarista, sobre deuda externa y asimetría en las obligaciones de pagos vencidos; para la oligarquía empresarial, era un alivio la arenga revolucionaria atenuada por promesas de soberanía que siguen equivaliendo a las vergonzosas prerrogativas, febrescorderistas, que este gobierno les sigue dando a las grandes empresas para que no pierdan su cuota de mercado ante competencia más eficiente del exterior; para la burguesía sensiblera, un verde, indigenista y encima PhD, era el non-plus-ultra.

Esta rebaba, que muchos creímos a pie juntillas, no ha demorado en caer y tomar forma de una sordina, como alarmas de Quito que suenan de madrugada. Es evidente que ya no hay nuevas ideas, o que éstas han sido suplantadas por excusas, argumentos coyunturales o acomodaticios: de algún modo a los correístas en el poder, después del agotamiento político que vivió el país después de tener seis presidentes en diez años, se les encargó redefinir la democracia ecuatoriana y sus instituciones. Y no lo han hecho: vaya, en el campo político no han hecho nada. Nada que no sea manejar una estrategia de cooptación de votos y de esquizofrenia política, y perseguir a aquéllos a quienes dijeron defender. Parece que les gustara oírse a sí mismos, hablando y hablando y modulando los receptores al ritmo de sus casi ausentes pausas. Mientras tanto, por debajo sitian a Íntag, perdonan con sentencias chocarreras a delincuentes declarados culpables, juegan a su antojo con la Constitución, disgregan y criminalizan a los movimientos sociales, hacen de la banana republic la extraction republic. Y cantan, bailan, se ponen bilingües.

Ya sea desde la Asamblea (los pobres pan/los ricos mierda), desde los sentenciados corruptos (Correa es mi amigo/amigo de verdad) o desde la misma presidencia (El papa argentino/Dios brasileño/ el paraíso está en Ecuador), cualquier cosa se lee de la misma forma: como si se oyera llover. Ya sea un día sí al Banco Mundial, otro día el Imperialismo Yanqui, un día los compañeros de a poncho, otro día los de poncho dorado, la maquinaria enunciativa y la censura no deja de hablar mientras todo el mundo parece estar tapándose los oídos. Ya oyeron todo lo que había que escuchar.

La escritura sobre Correa parece haberle dado mayor poder, aun la crítica que él tanto detesta.  El espectáculo correísta se refrenda con quienes vanamente lo criticamos. El eterno presidente pasa contento con su más de media hora de fama.

 

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