Reelección para siempre

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

“Este es mi último periodo”, dijo el Presidente cuando ganó la elección del 2013. “Es un gran daño que una persona sea indispensable, que haya que cambiar la Constitución para afectar las reglas del juego”, dijo el 20 de enero de 2014 en El Telégrafo. Un mes después, el 23 de febrero, vino el “revés” electoral: Alianza PAIS perdió en 9 de las 10 ciudades más pobladas del Ecuador, incluyendo Quito. “No puedo excluir la posibilidad de ser reelecto como Presidente”, fue la nueva tesis del Presidente dos semanas después, el 6 de marzo. “El panorama cambió”, explicó.

Y el pasado 24 de mayo, mientras celebramos el día en que nuestros próceres lucharon contra la monarquía por la libertad y la democracia, el Presidente acaba de anunciar que su súper mayoría legislativa va a “enmendar” la Constitución para permitir su reelección indefinida en el poder.

Estas contradicciones en función de coyunturas no son nuevas. Ya ocurrió con el Yasuní. Pero más allá de los argumentos peregrinos del Presidente —“creo en el poder del amor, no en el amor al poder”—, quisiera compartir tres reflexiones.

La primera es que la reelección indefinida se impondrá sin consultar al pueblo. Y ello pese a que implica destruir un elemento sustancial de nuestro modelo republicano y democrático: la alternancia forzosa en el ejercicio del poder. Para bien o mal, al eliminar dicha alternancia se modifica, por tanto, la estructura fundamental del Ecuador, de modo que esto es una “reforma” que exige referéndum y no una simple “enmienda” sobre cuestiones secundarias, según los artículos 441 y 442 de la Constitución. Es decir, van a cambiar la Constitución violando su propia norma y esquivando la decisión ciudadana. Para un gobierno que nos consultó hasta sobre gallos, toros y casinos, ¿será que evitan las urnas porque su posición no goza de respaldo popular?

La segunda es que si a esa reelección eterna para perpetuarse en el poder, se añade el control político de todos los demás estamentos del Estado, esta disimulada reforma no solo implica un cambio en la estructura, sino un atentado a la esencia misma de la democracia. Tal como sucede en Venezuela, ya vivimos en un sistema donde una sola persona, elegida en las urnas, se sienta en la Presidencia, domina la Asamblea con un método que le da más legisladores que votos, comanda la justicia a través de un Consejo de la Judicatura integrado por sus más cercanos colaboradores, imparte en público órdenes que son acatadas por el Consejo Nacional Electoral y gana infaliblemente en todos los procesos del Consejo de Participación Ciudadana para designar autoridades de control. El único contrapeso a ese poder omnímodo hoy reside en las autoridades seccionales y por ello la Asamblea, dirigida por el Presidente, ahora busca cercenar la autonomía municipal a través de una reforma legal. Pues bien, si a ese poder absoluto se le añade la cereza de la perpetuidad, al más rancio estilo velasquista, entonces se ratifica que Ecuador no vive en una democracia constitucional, sino en un autoritarismo electoral, donde una persona es elegida —por cierto, en un proceso nada imparcial— para ejercer un poder individual sin límites sobre toda la sociedad.

¿Cómo llegamos hasta acá? A eso apunta mi tercera reflexión: van a reformar la Constitución, exclusivamente, para satisfacer el interés electoral de un movimiento político. El Presidente mismo lo ha reconocido: todo esto se debe a que el 23 de febrero su organización tuvo un “revés” electoral — “el panorama cambió”. Para ellos, la Constitución está por debajo de la Revolución Ciudadana y la institucionalidad del país importa menos que los cálculos de su grupo de poder. Es la lógica de la vieja partidocracia, pero monopolizada en un solo partido. Es la suprema confusión del Estado con el caudillo.

Y, mientras tanto, los problemas cruciales de la gente pasan a segundo plano. Van a explotar el Yasuní después de anular cientos de miles de firmas para una consulta, los enfermos aún no consiguen medicinas en el seguro social, más del 52% de nuestro país sigue subempleado, el agro permanece condenado al abandono y ahora pretenden mensualizar —en la práctica, difuminar— el pago de décimos en el proyecto de Código Laboral: todo queda relegado en la agenda mediática frente a la última noticia de los políticos, que prueba que los trescientos años terminaron siendo el tiempo ideal de su Revolución Ciudadana y no la edad de una Constitución que, supuestamente, iba a refundar para siempre la patria.

Héctor Yépez Martínez es activista de derechos humanos y dirigente de SUMA.

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