El mal comienzo del Mundial

Marlon Puertas
Guayaquil, Ecuador

¿Quién dijo algo del milagro brasileño? Porque de milagros nos estamos repletando en la América Latina, llamada patria grande, la casa de los hermanos, la fraternidad ambulante. Pues el hermano brasileño ha empezado con pie izquierdo -perdón por la paradoja- el mayor evento televisado a cargo en su palmarés, haciéndonos quedar mal a todos por estas tierras, tan necesitadas de glorias vivas, de héroes en carne y hueso, de hazañas que marquen a fuego la nueva historia libre de todos los imperios. Con excepción de la Fifa, por supuesto.

No hablemos de fracaso, que es muy pronto para aquello. Pero de lo visto hasta aquí, que es poco, casi nada en cuanto a fútbol, es mucho en cuanto a la precariedad de una economía gigantesca, en la que saltan deudas a primera vista. La primera, con su propia gente. Esos brasileños que no se han cansado de salir a las calles, de gritar por mejores salarios, de intentar subirse al vuelo a este fenómeno del fútbol y pretender, al arranche, sacarle algo de provecho.

Todo por las malas, por supuesto. Por eso los paros en los aeropuertos, las huelgas en los metros. Por eso la represión policial, los golpes, los siete heridos en pleno día de la inauguración del mundial. Porque por las buenas ya se cansaron de pedir. Porque les resulta ofensivo un gasto multimillonario que contribuye a levantar una imagen de país próspero, cuando su realidad sigue siendo la de un pueblo con tantas necesidades, que los cuerpos de sus muchachas pobres siguen siendo una mercancía valiosa que generan una renta nunca contabilizada en las cifras oficiales.

Que pena por Dilma, que parece una buena mujer. Pero ha sucumbido a los encantos del primer mundo, en donde inventaron aquello de captar las sedes de estos eventos para demostrarles a los demás lo potentes que son. Con coimas o sin ellas -¿eh, Catar?- los mundiales y las olimpiadas son, como todo en la vida, instrumentos para que los políticos puedan comprobar lo exitosos que han sido en el poder. O caer en desgracia cuando las cosas no salen tan bien. A Dilma le ha tocado lo segundo, aunque no era necesario el consuelo de sus camaradas de la región, tan prestos para visitarla, darle palmaditas y de paso, ser testigos privilegiados de la cita futbolera.

Esos apoyos que suenan a espíritu de cuerpo, no sirven de mucho. Sino miren la vergüenza colectiva que da observar los estadios no terminados, los trabajadores apurados, los contratistas incumplidos. Trae el recuerdo de los escenarios amazónicos que por acá se terminaron años después de los Juegos Nacionales para los que fueron contratados. Y todo se trató de un peculado blando.

Aún así, la fiesta está armada y debe continuar. La fanaticada futbolera quiere divertirse, ver buen juego y sentirse ganadora. ¿Ganadora? Fundamental aquello. El equipo de Dilma tiene ahora la gran responsabilidad de reivindicar un evento seriamente cuestionado y la única salida es proclamarse campeón. Como sea. Tal vez eso explique, ya entrando en lo futbolístico, que un árbitro japonés regale un penal de entrada al anfitrión, de manera que no se compliquen más las cosas de lo que ya están.

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