El cielo y el infierno

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

En dos días el mundo del fútbol vivió una versión remasterizada de la Divina Comedia: el infierno dantesco de los brasileños el martes y el cielo nirvánico de los argentinos el miércoles. El que hayan goleado 7-1, en una semifinal en casa, a los pentacampeones, fue el equivalente a descender al sótano pesadillezco del Averno sin escalas y en un abrir y cerrar de ojos.

Los millones de espectadores que presenciamos la primera semifinal teníamos que parpadear reiteradamente, pellizcarnos e intentar movernos, para saber si lo que se estaba observando en vivo era real o un inesperado efecto publicitario del tipo “las máquinas alemanas son perfectas”. Era como presenciar un partido en un sistema planetario a varios años luz de distancia, en el que la lógica, la historia y los sujetos son absolutamente disfuncionales. La casa de naipes que fue la selección brasileña en el Mundial de 2014 se desmoronó ante el profesionalismo y contundencia de una máquina de demolición.

La “canarinha” no había enamorado, salvo chispazos de Neymar, a nadie. Lo único que la sostenía era su historia y las imágenes de esa historia grabadas en el inconsciente colectivo. Pero el martes, el proceso de desmantelamiento de lo que uno ha entendido como “fútbol brasileño”, que lleva años de involución, se corporizó de forma patética. Los golpes sicológicos de los primeros dos goles teutones gatillaron un viaje sin retorno al peor de los mundos, en eso que llamamos infierno, pero que no es otra cosa que esa habitación del alma en la que habitan los miedos más profundos.

El temor del seleccionado brasileño fue la música de fondo en este Mundial. Era un miedo escénico, en el que la demanda por quedar campeones y la consciencia de que el seleccionado carioca era, probablemente, el peor conjunto brasileño que se haya plantado en una Copa del Mundo en el último cuarto de siglo, generaban una alarma imposible de paliar con ansiolíticos, brazos al cielo ni el rezo incesante de dos millones de compatriotas. Había una cara de urgencia y de desazón en el seleccionado brasileño que quedó evidente desde el partido con Chile y que solo se atenuaba ya sea partir de las ayudas arbitrales que sobreabundaron, de la memoria futbolística que esporádicamente se materializaba o desde algo parecido al coraje que jugadores como Thiago Silva o David Luiz le imprimieron en el momento justo.

Pero ante Alemania, en la que probablemente será la semifinal más recordada de la historia, ninguno de los atenuantes funcionó para exorcizar demonios o salvar a los cariocas del infierno al que sus temores, tarde o temprano, los iban a llevar. Se toparon con una estructura que lleva aceitándose por años, con dos terceros lugares en las últimas dos Copas y equipos líderes a nivel global como el Bayern Múnich y el Borussia Dortmund. Ante ese paredón, las débiles estructuras emocionales se vinieron abajo. Y la presión y el estrés por querer repetir algo irreproducible, como las selecciones brasileñas que embelesaron y ganaron Copas, generaron un agujero negro que chupó concentración, ganas y, en especial, fútbol, en cuestión de segundos. Ese lapso del primer tiempo entre el minuto 20 y el 29, fue la peor pesadilla ante el peor rival. Fue el emerger de un infierno que se comió, como en la imagen de Dante, cualquier atisbo de esperanza.

Para los argentinos, en cambio, la esperanza fue el  leitmotiv.  Esperaron a una respuesta colectiva que nunca terminó de cuajar en la etapa de grupos y que solo fue rescatada por ese ángel silente que es Messi. En las rondas de octavos y cuartos de final, el equipo comenzó a fraguar una mística que estalló en todo su potencial en ese partido de ajedrez que fue la semifinal ante Holanda. La concentración y las ganas de imponerse a pesar de las limitaciones propias y los planteamientos rivales que los complicaron, ayudaron a que el seleccionado comandado por un incombustible Javier Mascherano, pueda convertirse en un verdadero equipo, que ha llegado a ese cielo que es la final de la Copa del Mundo a propio pulso, sin sobrarle nada.

El argentino y el brasileño son un cielo/infierno que se acrecienta por el infierno/cielo del eterno rival regional. Que los argentinos puedan celebrar con euforia el coronarse campeones en el Maracaná, puede generar más desazón y suicidios cariocas que la escalofriante final de 1950. Que Messi alce la Copa, ante la mirada atónita de Pelé y compañía, en la Catedral del fútbol latinoamericano, puede hacerles olvidar a los argentinos que tienen un Papa y una mano de Dios en su historial. Porque si ganan el partido de este domingo, habrán llegado a un cielo impensado e irrepetible.

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