Israel: hacia una crítica latinoamericana

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Se me ocurre que, además de las grabaciones de los bombazos, de las insólitas reuniones de israelíes en miradores o departamentos celebrando los misiles, además de las inefables imágenes de niños muertos, despedazados, y de los funerales judíos o musulmanes con decenas de miles de gentes que lloran a sus muertos mientras sigue escuchándose el sonido de los cohetes, hay tres hechos que pueden contribuir a la discusión sobre lo que ocurre en el Medio Oriente, no tanto en términos diplomáticos, ni desde un acercamiento militar o táctico, sino sobre todo crítico, es decir político, estético, histórico.

El primero de ellos sucedió hace ya un par de semanas, cuando la diputada israelí Ayelet Shaked escribió que las manos de los israelíes “deberían estar manchadas” de sangre palestina, o terrorista -parece que a ella le da lo mismo. Escribió también que lo mismo se aplicaría a las madres de estas personas, cuyas casas deberían ser demolidas.

El segundo se produjo con las declaraciones de Mordejai Keidar, profesor de la Universidad de Bar-Ilan, en Israel, que expresó hace poco que violar a las esposas y madres de combatienentes palestinos podría detener los ataques en contra de Israel.

El tercero es la reprimenda oficial que se ganó otro profesor de la misma universidad, Hanoch Scheinman, cuando manifestó su pesar, en un correo electrónico, por los cientos de víctimas, gazatíes e israelíes, que han perecido en este enfrentamiento.

Estas tres anécdotas, más bien propias de una guerra que ha causado que la así llamada única democracia en Oriente Medio se erosione y deba pelear en su propio seno contra fundamentalistas que tienen micrófono para censurar o perseguir a pacifistas, instar a matar a musulmanes o a satanizar a ciudadanos de su propio país por ser críticos ante las desmesuradas operaciones militares, pueden, ante todo, dar pistas sobre la solvencia de la crítica en estos contextos, sobre el espacio que ésta requiere en cualquier lado, y sobre su lugar de enunciación.

Hace poco, Etgar Keret, un escritor y cineasta israelí, fue amenazado de muerte porque su esposa, cineasta también, pidió un minuto de silencio en una red social por los cuatro niños palestinos que fueron asesinados mientras jugaban fútbol en la playa y las cámaras de televisión les grababan, sin más, como si nada ocurriese.

No es que del lado palestino no haya excesos. Tampoco es que haya que cegarse ante la repulsiva indiferencia y falta de solidaridad de países como Egipto, Jordania y Arabia Saudita, y sus intereses, lo suficientemente encandiladores como para no mover un dedo ante una población desesperada, diezmada, azotada por la corrupción y, sí, el apartheid.

Pero sí se debería ser un tanto más emancipado y no caer en el chantaje que ha hecho que, en lugares como la academia estadounidense o muchos espacios de la sociedad alemana y europea, interpelar a Israel o cuestionar las prácticas que este país tiene frente a su población árabe, con o sin pasaporte israelí, signifique probar antisemitismo, y con ello procurarse el fin de la trayectoria pública y hasta laboral, el desprestigio y el destierro. Así, sin más, se propaga un resquemor cómplice y recargado, tibio, que no puede o le tiembla todo a la hora de separar el odio étnico de una firme condena a una política de Estado que mata y mata por décadas.

Una crítica latinoamericana, por ejemplo, madura y cultivada, sabe que los más de sesenta años de vida de Israel han sido cultivo de lo mejor de la producción política y cultural. Que si existe un movimiento de izquierda orgánico, aunque minoritario y perseguido, es allá dinámico e integrador, y lleva el orgullo del éxito de los “kibbutzim”. Sabe de la multiplicidad de la música israelí, del rescate del yíddish y el ladino en su literatura. Sabe de las novelas de Amos Oz, de las de David Grossman, usualmente sobresalientes. Sabe de Daniel Barenboim y del cine inteligentísimo de Ari Folman.

Todo esto debe propiciar su elocuencia y la elaboración de un pensamiento agudo y profundizado ante la matanza que Israel ahora perpetra y que no hubiera sido del agrado ni de muchos de sus fundadores ni de los pioneros que llegaron hace más de cien años y fundaron, por ejemplo, la ciudad de Tel Aviv, que significa “colina de la primavera”. América Latina no tiene por qué cargar con las estupideces que Europa hizo durante todo el siglo XX y que ahora la obligan a callarse en un silencio cómplice y retardatario. Tampoco tiene que adoptar esa pose cegatona y compungida, que llama al estéril discurso diplomático de una reconciliación asimétrica. Puede mirar, de una buena vez, la base política y económica que tiene una guerra que usualmente ha sido vista como un problema civilizatorio o, peor aún, religioso. Y proponer, y saber diferenciar: ya es un continente maduro como para andar comiéndose coerciones para conciencias culposas.

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