Nostalgia del fútbol sudamericano

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

Hasta que se rompió. La promesa de que el último bastión del fútbol se iba a mantener inexpugnable, naufragó el domingo 13 de julio. La historia y los sueños que esa historia habían fraguado en el imaginario colectivo regional, sobre la tesis de que los Mundiales de fútbol jugados en suelo americano seguirían siendo ganados por americanos (y más específicamente sudamericanos), sucumbió ante una aceitada y letal máquina alemana que jugó agresiva, en oleadas frente a las que hasta el más linajudo campeón, como Brasil, cayó sin atenuantes, en una paliza histórica. Para luego predominar ante un grupo de guerreros argentinos, a los que les sobró enjundia pero a ratos les falto fútbol.

La pregunta que me sugiere la pérdida de esta ilusión, del último sueño y orgullo futbolístico regional, es sencilla: ¿qué es el fútbol sudamericano en estos días? Porque, por ejemplo, la selección brasileña, a pesar de que el cuarto lugar sugiera otra cosa, tuvo su peor participación mundialista en el último medio siglo. La escuadra dirigida por Luiz Felipe Scolari fue la antítesis de lo que habíamos entendido como fútbol carioca. La verdeamarela dependía de las ráfagas de Neymar, el último eslabón que ligaba a la canarinha con su riquísima historia de jugadores y de juego vistoso, alegre y efectivo. Fuera de Neymar, lo único que llamó la atención fue la pasión y la entrega de los defensas centrales, hasta que se enfrentaron con equipos que no les temían y que les facturaron una histórica boleta en partidos consecutivos, exponiendo todas sus falencias.

La de Brasil ha sido una secuencia paulatina de desnaturalización de su juego, que en su propia casa llegó a límites inauditos. Quizás atizados por el miedo escénico y la presión social por verlos campeonar como una especie de paliativo al gasto descomunal y sinsentido que implicó la construcción de estadios en ciudades que no tienen equipos de fútbol profesional o competitivo como Manaos. La historia le recordaba al scratch la ignominia que sufrieron esos muertos en vida que fueron los jugadores que perdieron la final de 1950 en el Maracaná. Cómo después de esa Copa, jugadores como Barbosa, el negro arquero que fue culpado por la derrota, se convirtieron en recordados chivos expiatorios que nunca más volvieron a vivir en paz.

Amén de ese miedo cerval que seguro se acunó en el ánimo de los jugadores brasileños y que luego explotó en la forma de un fútbol desfigurado, de pelotazo largo, de individualismo inconducente, lo cierto es que el juego de Brasil hace rato dejó de ser el fútbol brasileño en el que uno piensa cada vez que recuerda lo que fueron esos equipos de 1958, 1970 o 1982. Y de cómo la necesidad de títulos llevó a un proceso en reversa, en que la prioridad es el resultado y no el juego.

La mejor versión brasileña de los últimos años fue la selección colombiana comandada por James Rodríguez. La alegría de vivir se manifestó en un fútbol que combinaba en dosis justas vistosidad, técnica en velocidad y atrevimiento. Este último componente fue lo que le faltó al combinado cafetero durante la primera parte del partido contra Brasil, dejando a los colombianos apeados del Mundial.

Si algo saben los equipos sudamericanos es combatir. Argentina y Chile fueron las expresiones mas depuradas. Con una propuesta más generosa, los chilenos se fueron más temprano por apenas esos cinco centímetros de menos que les faltó en el trallazo de Pinilla o en el penal de Jara. Los argentinos, en cambio, fueron armando un equipo sobre la marcha. La que era su fortaleza en la delantera de oro comandada por Lionel Messi, se convirtió en su debilidad durante los partidos de playoffs. Mientras que la defensa liderada por un incombustible Mascherano, les permitió aguantar todos los intentos rivales (Romero batió el récord de tiempo sin goles que había mantenido Fillol) hasta el gol germano en el minuto 113 de la final.

Uruguay tuvo punch hasta que Suárez dejó fluir al caníbal que habita sus entrañas, hundiendo a un equipo dependiente de sus goles. Mientras que Ecuador, apelando al temor de su director técnico, jugó a empatar y a creer que con el empate se llega a instancias mayores. Algo que Honduras repitió, con menos suerte y más goles en contra.

Costa Rica, sobre todo, junto a México y USA, mostraron que la combinación entre orden y entrega puede llevar a un equipo mucho más allá de sus aspiraciones. Jornadas heroicas de porteros como Navas, Howard y Ochoa, apuntalaron escuadras combativas que lucharon hasta donde sus fuerzas les permitieron llegar.

Este recuento, no obstante, implica cosas que van más allá de lo que en la memoria colectiva aparece como una noción del fútbol regional. Esta ha cambiado y, en los casos de Colombia y Chile, se ha anclado en una forma de sentir al fútbol en donde la combinación de una generación superlativa de jugadores y de directores técnicos con ideas y proyectos claros, decantaron en una identidad de juego. Las identidades cambian. A veces se pierden. En este Mundial algo de eso hubo a nivel Sudamericano y el resultado fue el fin de una utopía. Ojalá reconstruyamos esencias y juego. Y cosechemos los premios consecuentes.

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