Un discurso afroecuatoriano

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Debo admitirlo: si no fuera porque apenas les creo su propio nombre, yo me echaba al piso a llorar con ellos. El escándalo en los medios de comunicación, esa retórica fragorosa que, puño en alto, apela a la lucha sin tregua contra el racismo endémico de este país-hacienda, el aparato discursivo apuntalando la crueldad de las élites blancas que durante siglos han sometido a los pueblos oprimidos, la enorme ola de lamentaciones, rasgaduras de vestiduras, las denuncias conmovidas, compungidas. Debo admitirlo, una vez más: si no fuera porque soy precavido, capaz demasiado, les creía, tan arrojados que están por denunciar una vez más a quienes, sin consideración alguna, han atacado cicateramente a un asambleísta afroecuatoriano por una rasposa intervención en la Asamblea Nacional.

Y aun así, pese a la movilización comunicacional, no es difícil caer en cuenta de que todo este escándalo es una gran oportunidad para que la revolución del Mashi saque rédito político a costa de sus propias falencias. La acusación de racismo, barnizada con prudentes dosis de una fanesca teórica, es más bien un astuto atajo para poner coto a una discusión que, después de semejante intervención, merece ser prolongada, con una mínima dosis de madurez y, sobre todo, miramiento político.

Lo cierto es que el video que graba al asambleísta afroecuatoriano no muestra a una persona de la que hay que tener compasión por sus modestos orígenes económicos y su triste capacidad de lectura. Muestra a un cuadro político poco preparado. Muestra a una agrupación que de forma sagaz y siempre al vaivén de la recepción electoral, ha preferido una vez más a la vitrina que da la fama que a la consistencia ideológica de sus representantes. A estas alturas deberían saber que precisan una persona que pueda defender lo indefendible: la orientación en el ideario de su proyecto político, que dejó de serlo hace ya buen tiempo.

El desplazamiento del discurso, que nace como una estrategia astuta para detener el asombro ante la chapucería y la falta de comprensión de la lectura, deviene en un racismo inverso: ¿por qué asumir que una persona afroecuatoriana debe ser indultada del escrutinio público solamente por tener el color de piel que tiene? ¿Para qué mirar con conmiseración y ojos de beata a un hombre asumiéndolo por ser negro menos dotado intelectualmente que el resto de representantes políticos?

Ahora resulta que la vieja oligarquía de siempre saca a relucir sus uñas peligrosas, y que no ha reparado que éste es otro país. Sin embargo, simultáneamente, se niega la defensa legítima a una cantidad de movimientos sociales, de origen afroecuatoriano o indígena, que ha sido hostigada hasta la cárcel por este régimen. Por ellos nadie protesta. Pocos se duelen. Los medios incautados están a un paso de tacharlos de jurásicos tirapiedras que no quieren el progreso ¿Quién se dolió de la agresión en contra de Javier Estupiñán, un afroecuatoriano golpeado por la policía? ¿Alguien mencionó algo sobre Xavier Cajilema, Paúl Jacome o Edwin Lasluisa, acusados de delitos que solo prueban la paranoia del Estado? ¿Alguien dijo algo de ellos porque son indígenas? Para muchos en el poder, son representantes del poncho dorado. Para los más, carne para el olvido.

La instrumentalización del asambleísta afroecuatoriano por parte de una agrupación que necesita de estrellas televisivas a quienes dotarles, qué mejor, de un halo de superación personal, bien podría conminarlo no solamente a enterarse sobre lo que está leyendo, sino también a saber que hay dilemas más agudos en su provincia sobre los que se requiere un debate, y que son más relevantes que la inquietud ante el manejo de una selección de fútbol. Ojalá, por ejemplo, recordara lo que sucede en Intag.

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