Raspando la olla

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Los impuestos, en sí mismos, no tienen por qué ser malos. A mí me parece justo ceder parte de nuestro ingreso para financiar la gestión pública y “redistribuir la riqueza”, si por ello se entiende garantizar un piso mínimo y oportunidades iguales que nos permitan a todos salir adelante en la vida, sin importar en qué condición nos haya tocado nacer. Así, bien cobrados, bien cuantificados y, sobre todo, bien utilizados en salud, educación, seguridad y otros servicios, los impuestos pueden ser positivos en la sociedad. Ejemplo de ello son los países nórdicos, líderes en desarrollo humano, que mantienen altos tributos combinados con niveles envidiables de transparencia y libertad económica.

¿Pero qué sucede en Ecuador? Estas últimas semanas se han anunciado una larga serie de medidas económicas para aumentar el dinero en manos del Estado. Nuevos impuestos a la comida chatarra y a utilidades contra los empleados de telefónicas, aumento drástico del impuesto a la plusvalía, confiscación de fondos previsionales privados, amenaza de desfinanciar el transporte en las ciudades… ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué parece que el gobierno está “raspando la olla” para pellizcar el bolsillo ciudadano por todos los frentes?

Según la narrativa oficial, las finanzas públicas están perfectas. El régimen adorna una explicación para cada una de las nuevas medidas, pero la realidad es testaruda. El impuesto a la comida chatarra es un saludo a la bandera: gravar a negocios internacionales como McDonald’s no cambiará los hábitos de una mayoría que no se alimenta en ellos. Dicen que un impuesto mayor a la plusvalía serviría para devolver al Estado la ganancia de inmuebles beneficiados por obras públicas en casos de expropiación, pero lo cierto es que ese impuesto casi siempre se cobra en ventas privadas donde el Estado no tiene nada que ver. El impuesto del 12% a las utilidades de los empleados de telefónicas no solo es discriminatorio, sino que mantiene intactas las ganancias excesivas de Claro y Movistar, que bien podrían reducirse bajando las tarifas de sus servicios a favor de los ciudadanos, en vez de aprovechar ese “injusto” exceso para engrosar el erario público. Y la confiscación de fondos previsionales privados no tiene lógica alguna: en el caso del magisterio, que el BIESS se lleve 431 millones de dólares ahorrados por 146 mil maestros es simplemente indefendible.

El último capítulo: el régimen exige que los municipios con competencia de tránsito, empezando por Quito, fijen las tarifas urbanas de transporte y amenaza con quitar un “subsidio” del gobierno nacional. Aquí se dicen verdades a medias, que —como al presidente le gusta recordar— son lo mismo que medias mentiras. Es cierto que tales municipios deben fijar el pasaje en el transporte urbano, pero también es cierto que debe existir una política tarifaria nacional. No solo lo dicta el artículo 394 de la Constitución, sino el sentido común: sería lunático que haya 224 tarifas distintas de transporte, una por cada cantón. El gobierno central debe establecer parámetros nacionales, dentro de los cuales se puedan mover los gobiernos locales para decidir la tarifa final.

Por otro lado, una cosa es que el municipio determine el pasaje y otra cosa es pretender eliminar la transferencia de recursos del gobierno central para el transporte urbano. En esto la Constitución es clarísima:

“Art. 273.- Las competencias que asuman los gobiernos autónomos descentralizados serán transferidas con los correspondientes recursos. No habrá transferencia de competencias sin la transferencia de recursos suficientes, salvo expresa aceptación de la entidad que asuma las competencias.” 

No hay competencia sin dinero. Que el gobierno entregue recursos para el tránsito municipal no es una dádiva presidencial. Es una obligación impuesta por la Constitución. Lo curioso es que las normas no han variado del 2013 al 2014. Lo que sí varió es el escenario político: el pasado 23 de febrero Alianza País perdió elecciones en 9 de las 10 ciudades más pobladas del Ecuador. Pues bien, si esto se trata de una venganza electoral, el oficialismo olvida que atacar el transporte urbano no es un castigo a los alcaldes electos por el pueblo, sino una amenaza contra todos los habitantes de cada ciudad, incluyendo a quienes votaron por candidatos de AP.

Por último, si todas estas medidas carecen de argumentos y algunas representan un alto costo político, ¿por qué el régimen las impulsa a capa y espada? No hay otra explicación posible que la falta de liquidez. Fausto Ortiz estima en más de 7000 millones de dólares el déficit tanto en el 2014 como para el 2015. Según Moisés Naím, los precios del petróleo bajaron este verano, cuando lo normal en esta temporada es que hubieran estado “por las nubes”, sobre todo a causa de los conflictos en Medio Oriente y Ucrania. Es un secreto a voces que hay retrasos en el pago de sueldos del sector público. Lo grave es que esto ocurre en la mayor bonanza petrolera de la historia ecuatoriana: según Henry Llanes, en 6 años de este gobierno Ecuador recibió 71 mil millones de dólares por petróleo, 35% más de lo que recibió en tres décadas y media entre 1972 y 2006. Entonces, si el gobierno tiene más plata que nunca, ¿por qué la urgencia de subir impuestos, llevarse plata privada de los maestros y quitarle dinero a las ciudades? Ya no se puede tapar el sol con un dedo. ¿Por qué no dejan las piruetas políticas y nos dicen de frente la verdad?

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