Una teoría sobre el correísmo

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Una de las razones por que apenas ha sido visible la teorización sobre la naturaleza del gobierno de Correa, es el abuso mediático, como propaganda o escándalo, como riña o autobombo, que ha caracterizado a este gobierno en su infatigable perseverancia por convencer a todo el mundo de que al Ecuador llegó una paradójica revolución: medianamente violenta, complaciente con las élites económicas tradicionales (a quienes no ha tocado un pelo, y si no vean quién fue declarado industrial del año en América Latina), dadivosa con las clases más necesitadas y feroz con la biodiversidad. Un reformismo paradójico que acerca a los ciudadanos a los beneficios de una infraestructura moderna y a las servidumbres de los caudillismos cachiporreros del siglo veinte latinoamericano.

Desde luego, el día a día del correísmo en el Ecuador llama a la escritura, a la interpelación. Pequeños sucesos, como las muestras del manejo risible y patético de la justicia, o la reacción ante las cada vez mayores protestas por desde un buró político y de propaganda que parece no tener oídos, promueven la posibilidad de hacer una crítica radical del gobierno, sin que se permanezca solamente en las novedades que se han enunciado cada sábado.

Sin embargo, detenerse y proponer algunas ideas que especulen respuestas sobre por qué esta suerte de mutación política en el país está en el poder y acaso sigue de largo, tiene su valor. Aunque la oposición al correísmo, peleada con los libros como si fueran peste, y a la que se le notan tanto las costuras de sus intereses de reponer un conservadurismo jurásico y de falta de familiaridad con disciplinas tan elementales como la historia o las ciencias políticas, pase de aquello y se le dé más por raspar el festival oligárquico de ofrecimientos y biblias.

Parte del éxito de la revolución ciudadana en las clases medias y las más empobrecidas del país está directamente ligada a la promoción de una modernización o renovación del sistema capitalista. A pocos les sienta mal esto: caras jóvenes en la administración pública, un Estado más humano que dignifica las filas de espera en las instituciones públicas, infraestructura faraónica a precios inflados, oportunidades para emprender o estudiar. En el fondo, no obstante, la gestión financiera y del sector productivo en el correísmo no llega ni para eso: de una pretendida operación de reforma al sistema capitalista, Correa ha logrado que el capitalismo más anacrónico, el de la explotación de la materia prima, el de la obligada dependencia de las potencias (aún) coloniales, se solidifique en el país.

Más allá de las bravatas contra los gringos y de los conatos de deslindamiento de los llamados poderes fácticos, el gobierno de Correa ha profundizado en el juego básicamente colonial de la dependencia: a la espera de que llegue el cambio de la famosa matriz productiva, se ha profundizado la asimetría de las relaciones económicas entre un norte y un sur simbólicos. Suena bien hablar de escenarios postcapitalistas. Mientras tanto, el país sigue talando, minando, acallando, vendiendo camaroncitos y pidiendo plata a los nuevos países ricos.

El otro lado, asentado en reclamar para sí el monopolio del pensamiento y la gestión de izquierda en el país, se ha hecho también con lo más desdeñable y superado del progresismo. El trabajo incondicional para la homogenización del pensamiento en la esfera pública a golpes de miedo, las purgas internas cuando hay visos de inconformidad, el gasto de fondos públicos en vigilar y ridiculizar a la disidencia, el fetiche con el Estado como institución suprema encargada de gestionar casi todos los aspectos de la vida de la gente, el amor por el positivismo cientificista más anacrónico que se puede imaginar, la purga de espacios de crítica en la industria cultural dependiente de los fondos del Estado, remiten a dos causas: una lectura pobre de los escenarios históricos en que la izquierda ha tenido el poder en el siglo pasado o, de plano, ninguna lectura o más bien un conveniente olvido del horror. Seguramente piensan que uno es revisionista por mencionar esto.

El resultado habla por sí solo. Se ha transitado discursivamente de un país con una autoestima de niño apaleado a otro con una idea filofascista de amor a la patria, de exaltación de la violencia, de uniformización de las poblaciones. Una biopolítica tan latinoamericana, tan burdamente peronista, tan falaz, que no tardará en volver a toparse con sus propias miserias mientras siga importando medicinas y tecnología y exportando pescado y flores.

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