La historia y un genocida capítulo del libre mercado

Víctor Cabezas

Victor Cabezas
Quito, Ecuador

La historia mundial puede ser observada como una suma de errores reincidentes y patologías comunes que, al final del día, se traducen en condiciones opresivas a la dignidad humana. Uno de los episodios más tristes de la historia es la llamada “gran hambruna irlandesa”, suscitada entre 1845 y 1849. Esta grave crisis alimentaria –causada, entre otras cosas, por la aparición de una peste que afectaba el ciclo de la patata- generó la muerte de entre 2 y 2,5 millones de personas, aunque no existen cifras oficiales.

Sin perjuicio de que la razón nos vaticine la imposibilidad de los hechos lo que les diré, es cierto, durante la hambruna mortal, Irlanda – a través de sus empresarios y transnacionales- exportaba trigo y otros alimentos a Inglaterra.

La clave para entender el desastre irlandés reside en la propiedad británica de la tierra agrícola irlandesa, cientos de hectáreas concentradas en manos privadas inglesas que las explotaban con el único fin de generar rentabilidad y exportar los productos a Inglaterra y otras colonias Británicas. Durante la catástrofe el gobierno del Reino Unido no intervino oficialmente para evitar la tragedia, en aquellos tiempos los discursos del libre mercado y el capitalismo feroz se tomaban tanto la academia como los espacios de ejercicio del poder. El Estado no era necesario más que para controlar la seguridad y observar que todos los actores cumplan con los mínimos estándares legales para su libre desarrollo.

Irlanda exportaba alimentos a Inglaterra durante la hambruna porque los principios sacros de la economía política de mercado decía que así tenía que ser; si hay un mercado más rentable en Inglaterra entonces ahí han de ir los alimentos, sin perjuicio de que quienes los producían fallecían en tal ejercicio. Por otro lado, el Estado no podía enviar alimentos a Irlanda porque aquello hubiese intervenido en el mercado. El discurso de la hegemonía del mercado y el libre flujo de capital generó que la intervención del Estado Británico se limite a que la Reina envié la miserable cantidad de 2.000 libras a manera de caridad al gobierno local irlandés. Las exportaciones de alimentos –trigo, principalmente- continuaron mientras los irlandeses morían a granel en las calles y campos. La pasividad tanto de los actores políticos como de los capitalistas ha sido considerada por algunos historiadores como un genocidio indirecto al pueblo irlandés. El libre flujo del capital y de los productos determino la muerte de millones de ciudadanos.

No sé qué es más importante, entender al mundo y sus dinámicas colectivas o cambiarlo. Por un lado podemos teorizar modelos económicos perfectos, defender a raja tabla el socialismo o convertirnos en fanáticos acérrimos de entelequias como el mercado y sus consecuencias. Hoy, como hace doscientos años, nos encontramos en búsqueda de respuestas. Personalmente las busco desde lo que posibilite generar un cambio estructural en las relaciones de poder, una respuesta que viabilice una más justa y humana repartición de la riqueza. Un modelo político-económico que logre revertir la terrorífica y perversa cifra de desigualdad en el mundo (el 1% tiene lo que el 99% necesita). Hoy en día un niño nacido en Nueva York –o en cualquier otra metrópoli de primer mundo- consumirá, gastará y contaminará más en una vida que cincuenta niños de un país en desarrollo.

No nos engañemos, los cambios estructurales afectan intereses de las élites y hegemonías, por tanto necesitamos proyectos políticos que –respetando en estricto sentido las libertades civiles de todos por igual- logren generar igualdad de oportunidades y condiciones más justas de vida para la humanidad. La desigualdad en el mundo es un problema real y verificable en cada esquina, es un deber moral y humano preguntarnos donde nacen las respuestas para este mal y sobre todo, ¿cómo formular las preguntas?

 

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