País de moda

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Después de ver cuáles son los mejores lugares del mundo para retirarse, dónde están las ciudades más fascinantes que quedan por descubrir, dónde rinde más el dólar para los viajeros, cuáles son los países más prometedores para expatriados profesionales, es imposible no llegar a la siguiente conclusión: el Ecuador es un país de moda.

Una moda que, aunque me descerraje el alma admitir, ha sido trabajada por alguno de los varios departamentos de venta de producto que tiene la Revolución Ciudadana, una moda que no pudo haberse producido sin los siete años de reformismo de Rafael Correa, y que no solamente ha sido adoptada por personalidades del progresismo internacional, sino por periódicos como el New York Times o The Guardian, por revistas especializadas para viejitos europeos y gringos que les invitan a dejar de sentir el rigor del frío del Hemisferio Norte, y por decenas de cientistas políticos que hablan de Ecuador como un jaguar, como un pequeño gigante que despierta, como un nuevo modelo de gestión política. Incluso, y esto sí que es risible, como un punto en el sur del que el desarrollado y arrogante norte debe aprender inmediatamente.

Extraños símiles para un país que sigue arrastrando los mismos problemas que hace al menos un siglo. No me digan que esto ya no funciona como una hacienda. Lo que pasa es que la canción del hacendado cambió, y ahora toca la guitarra entonando a Violeta Parra. Pero de que grita, grita. Y de que pega, pega. Pero lo hace tras las cámaras. Si no, pregúntenles a los chicos del Colegio Mejía, con quienes antes marchaba pidiendo que se fuera el inefable Gutiérrez.

Francamente, a mí toda esta alharaca del milagro ecuatoriano me deja perplejo. Y pensando una y mil veces si no soy yo el que está equivocado. Y con esa sensación adolescente de que todo el mundo la está pasando bestial en una fiesta a la que no he sido invitado, y debo quedarme en casa masticando miseria y helado industrial. Aunque nunca me fie de fervores colectivos que no fueran los futbolísticos, y este desasosiego de no pertenecer, de estar bailando la canción que ya pasó, no me es desconocida, la percepción de habitar otro espacio y otro tiempo, mientras la celebración de la clasificación del país al terreno del desarrollismo se gesta, parece colocarme a mí y cada vez a más personas al margen del buenismo de la publicidad oficial, de la repartición masiva de puestos, de decisiones económicas, de alianzas políticas. Y no solo a nosotros: sino a una serie de tristísimos y ahora innombrables sucesos que han opacado el trabajo de la actual administración. Que no haya cómo nombrarlos porque uno se va a la cárcel es una cosa; que uno se olvide de ellos, es otra.

Cada vez que veo publicada una de las listas con los lugares que más merecen ser habitados o visitados siento mi boca secarse y pienso en la ola de amigos y conocidos que festejarán en las redes sociales, con ese complejo patético y autoinculpatorio, la aparición del país por primera vez en las páginas de alguna publicación del primer mundo. Por lo general las fotos son siempre las mismas: indígenas sonriendo, paisajes inenarrables, conglomerados urbanos de belleza inverosímil, selvas vírgenes. Por lo general el sentimiento es el mismo: ese reflujo de furor con el que un emigrante pisoteado en su país canta el himno cuando está fuera de él, esa pequeñez de celebrar hasta el paroxismo las manifestaciones más vergonzosas de un nacionalismo acomplejado, peligroso (como todos), xenófobo.

No es que no me gusten las fotos. Lo que sucede es que en Ecuador algunos indígenas no tienen motivo para estar tan alegres: perseguidos, ridiculizados, sus lugares de vivienda explotados. Muchos de los paisajes que aparecen prístinos en las fotos han sido saboteados por la explotación indiscriminada, alentada en parte por los planes actuales de convertir al Ecuador en una máquina extractivista. Las ciudades sufren el peso de una gestión urbana esquizoide y siempre insensible al peatón, al ciclista, a la gestión patrimonial decente. En serio, ¿por qué festejamos tanto?

A mí que me perdonen, pero yo me hago a un ladito.

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