En contra de la lectura/un semáforo/placebo

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

La animadversión provocada al escuchar la repetición constante de frases hechas parece no tener impacto alguno al momento de diseñar campañas publicitarias. La dinámica entre la obligación impuesta y la resistencia impulsiva gobierna las estrategias de captación de audiencias en el clima contemporáneo de publicidad hoy en día. Y esa es la condición de prácticamente toda apuesta hoy en día en los medios: que las personas obedezcan, o que se opongan. Este método compulsivo ha abandonado ya el ámbito de la complejidad como insatisfactorio; o porque no recluta seguidores en el número suficiente o porque el entusiasmo consumidor de estos es demasiado pobre. ¿Para qué ocuparse de mercados inciertos, pequeños y lo que es peor, escépticos, si la directiva central es apremio, volumen y eficiencia? Lamentablemente, esta lógica se adhiere a la gestión cultural con demasiada frecuencia. Las campañas de lectura, por ejemplo, parecerían mendigar atención al todopoderoso segmento económicamente activo mediante una proposición absoluta: la lectura es un bien social, una sociedad que no lee es una sociedad empobrecida.

Pero resulta que la lectura no es un asunto sencillo. ¿Qué es leer? ¿Decodificar? ¿Procesar? ¿Asimilar? ¿Analizar?. ¿Se trata de un proceso mecánico o de una destreza compleja, que requiere ponderación, imaginación, extrapolación, una habilidad atravesada por la duda y sembrada de incertidumbre? ¿La lectura es una actividad o un descanso, un desafío o un embuste? Y qué hay de los contenidos porque me atrevería a postular, por ejemplo, que el consumo voraz de manuales de autoayuda no es en sí, un bien indiscriminado, ni tampoco lo es leer en ese espíritu (el del mejoramiento personal), ni en el de paliar la inseguridad intelectual privada, ni en el de hacerlo como obligación.

En The Solitary Vice (el vicio solitario) Mikita Brottman se pregunta sobre el costo psicológico de la bibliomanía llevada al extremo. La autora sugiere que sepultarse en libros es equivalente a un entierro en vida, sin acceso a la experiencia o la realidad. Brottman anota que en tiempos victorianos “la lectura excesiva era considerada un impedimento para vivir una vida plena; las personas creían que la lectura de novelas llenaría la cabeza de las personas de sueños y las dejaría expuestos y desarmados ante la desilusión y desolación del mundo real”.

Ciertamente, abstenerse de la lectura no condena a las personas a la desesperanza ni al vacío existencial. Brottman argumenta que el valor de la lectura no radica en su capacidad de ahuyentar el Alzheimer o de entretener. Su valor más bien se aproxima a aquel otro conocido vicio solitario, la masturbación. La lectura es así, no un acto de placer (enmendemos: no solo un acto de placer) sino una herramienta para la auto exploración, algo que permite que la gente vea el mundo a través de la perspectiva de otros y que les faculta para viajar profundamente en dirección a la oscuridad de la condición humana. El acto de lectura libre implica así, ante todo, la posibilidad de elegir, de preferir como decía alguna vez uno de los lectores más sagaces de la historia de la cultura del Ecuador, Benjamín Carrión.

La campaña nacional de la lectura del Ecuador; sin embargo, anuncia que su objetivo principal consiste en “mejorar el comportamiento lector de ecuatorianos y ecuatorianas”. Esa conducción externa, esa directiva, que participa de la lógica publicitaria del chantaje, abandona la posibilidad de una lectura libre y a contrapelo, a contracorriente, potencialmente constructiva y también posiblemente devastadora, como los ejemplos de Alonso Quijano y Emma Bovary demuestran.

La lectura y la educación, al igual que la inversión pública, no garantizan una transformación profunda de la humanidad circundante en un sentido positivo, simplemente la imaginan. Entre tanto, el discurso publicitario repetitivo y apresurado de la lectura sigue su camino de cumplimiento de una labor, apretando el botón sin circuito del semáforo de los intereses nacionales, esperando el momento de aventurarse por el tráfico de intereses cruzados. Pero el cambio de luces no responde al acto mecánico de apretar el botón, es una ilusión, un placebo (del latin placere), la repetición satisface pero no va hacia ningún lugar, la lectura sigue siendo un vicio solitario.

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