“Deja que el viento me lleve…”

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

“Deja que el viento me lleve…” parece una frase sacada de un poema oriental, de aquellos que se escribían en la China o el Japón medieval y que Occidente tardó unos cuantos siglos en descubrir. Pero no, a pesar de lo poético que tiene la expresión, no pertenece a ningún poema sino es una frase sacada de la carta que la joven iraní Reihane Yabari, de 26 años, escribió a su madre, a manera de despedida, antes de ser ahorcada en la cárcel de Rajaishahr, en Irán en la que pasó siete años encerrada, culpable de haber matado al hombre que intentó violarla cuando tenía 19 años. La condena se cumplió dos semanas atrás.

“Te digo desde lo más profundo de mi corazón que no quiero tener una tumba para que vayas a llorarme y sufrir. No quiero que vistas de luto por mí. Esfuérzate en olvidar mis días difíciles. Deja que el viento me lleve…”.

Por momentos la carta me recuerda a Boecio quien, después de haber conocido los honores de los más altos puestos en el gobierno de Roma, capital de un imperio que se desmoronaba vertiginosamente, fue víctima de las intrigas propias de los círculos de poder y condenado a muerte. Mientras esperaba que le cortaran la cabeza, se refugió en la escritura y escribió un libro conmovedor, “La consolación de la filosofía”, que mil quinientos años después conserva intacta toda su emoción y no ha perdido nada de su belleza.

Reihane Yabari, hija de una actriz iraní conocida, Shole Pakravan, en su carta de despedida le pide a su madre que done todos sus órganos. “No quiero pudrirme bajo tierra. No quiero que mis ojos, ni mi joven corazón, se vuelvan polvo. Te ruego que tan pronto como sea ahorcada, mi corazón, riñones, ojos, huesos y todo aquello que pueda ser trasplantado sea tomado de mi cuerpo y entregado como regalo a quien lo necesita. No quiero que el destinatario sepa mi nombre, ni que me compre un ramo de flores, ni que rece por mí”.

“El mundo me permitió vivir durante 19 años. Aquella noche ominosa era yo la que debería haber sido asesinada. Mi cuerpo habría sido arrojado en algún rincón de la ciudad y, días después, la policía te habría llevado hasta la oficina del médico forense para identificar mi cadáver y comunicarte que había sido violada. Nunca habrían encontrado al asesino porque carecemos de su riqueza y poder. Luego habrías continuado tu vida sufriendo, avergonzada. Y, unos años más tarde, habrías muerto de dolor. Sin embargo, con aquel maldito golpe la historia cambió. Mi cuerpo no fue arrojado en cualquier lugar, sino en la tumba de la prisión de Evin y sus solitarias salas. Pero cede al destino y no te quejes. Sabes bien que la muerte no es el final de la vida”.

La versión dada por su padre vuelve más patética la historia: “Si se hubiera dejado violar, la habrían lapidado. Se resistió, la han ahorcado”. Con esta ejecución, se llega, en Irán, a 250 víctimas, la mayoría mujeres, ejecutadas en lo que va del año, juzgadas con mucha frecuencia por delitos sexuales por tribunales que dicen interpretar los deseos de Alá, expresión de un Estado teocrático y por lo tanto dictatorial como es el que rige en Irán.

Acabo de estar viendo unas fotografías de un joven de 25 años, Mohammad Reza Domiri, que se dedica a fotografiar las mezquitas y otros edificios históricos musulmanes; unas construcciones refinadas, con un inteligente sentido del adorno, con la escala necesaria a sus objetivos, con un sentido acabado del espacio y de la luz que dejan filtrar por ventanales cerrados con vidrios coloreados.

Estos edificios son, sin cuestionamiento alguno, la expresión de una cultura que floreció en un momento dado. La pregunta que uno se hace es: ¿en qué momento se produjo la crisis que hizo que toda esta exquisitez, que tanta distinción y preciosismo terminara en una marea incontenible y maligna de violencia y de sangre?

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El texto de Jesús Ruiz Nestosa fue publicado originalmente en el diario ABC Color, de Paraguay.

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