Muros viejos y nuevos

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

Un grupo de niños afilando sus espadas de madera para ir a matar al dragón es la imagen que se me ocurre más próxima para describir al grupo de políticos que desde hace un par de años viene proponiendo la independencia de Cataluña del resto de España y que el pasado domingo 9 alcanzó no su cumbre, sino su paroxismo, con un simulacro de referendo en el que se iba a decidir el nacimiento de la nueva república. Ni en los países calificados tradicionalmente de “bananeros” en Sudamérica, ni en las dictaduras criollas más grotescas, se dio un espectáculo tan triste como el que dieron los catalanes con esa votación.

Como la Constitución española de 1978, votada por todos los ciudadanos al final de la oscura dictadura franquista (y por más del 60% de los catalanes) no permite este tipo de referendo, el gobierno de esa autonomía le cambió de nombre y trató de disfrazarla de mil maneras diferentes, pero que solo logró crear mayor confusión y provocar ríos de tinta en artículos que trataban de explicar los pros y los contras de la maniobra. En las manifestaciones independentistas que se realizaron en Cataluña, al lado de la bandera de la región, comenzó a aparecer también la bandera escocesa y en los discursos se trató de asimilar las dos situaciones: Escocia era un ejemplo ya que se pactó el referendo con el Gobierno de Londres mientras España era una vergüenza porque el Gobierno de Madrid no les dejaba votar. La sutil diferencia y que quizá pocos sepan, es que Inglaterra es uno de los pocos países del mundo que no tiene una Constitución, un libro único, como se acostumbra en casi todas las naciones. Su Constitución está dispersa en diferentes documentos que se fueron creando a partir de la histórica Carta Magna, escrita en 1215. Por lo tanto, los escoceses no tuvieron que estrellarse contra una norma constitucional como es el caso catalán.

La votación del domingo 9 se realizó sin padrones ya que la Generalitat no poseía un censo de los ciudadanos habilitados para votar. Las mesas estaban ocupadas por personas partidarias de la independencia, por lo tanto no había nadie que pudiera controlar el proceso. El recuento de los votos se hizo por personas de un solo grupo, pero lo más notable estuvo en las papeletas que contenían dos preguntas que significaban ambas la misma cosa, aunque dicho de manera distinta. La única posibilidad que tenían los electores era responder “sí”. Entonces, ¿qué clase de referendo era? Se supone que si se realiza una consulta los ciudadanos tienen que tener la posibilidad de responder “sí” o bien “no” e incluso “todo lo contrario” de acuerdo a sus ideas.

El domingo 9 concurrieron a votar 2,3 millones de ciudadanos. Se cree, porque al no haber padrones no se puede garantizar la cifra. A partir de entonces, los independentistas se encuentran eufóricos por el éxito que han obtenido en las urnas. “¡Han votado más de 2 millones de personas! Esto quiere decir que los catalanes desean ser independientes”. La cifra dicha de esta manera es impactante. Pero si se habla en cantidades proporcionales, quiere decir, en realidad, que solo ha votado el 30% de ciudadanos. Quienes concurrieron dicen que votaron por el “sí”. Pero el 60% que se quedó en su casa evidentemente votó por el “no”. Diciéndolo con mayor precisión: dos de cada tres catalanes quieren seguir siendo parte de España.

Toda esta semana los políticos catalanes partidarios de la independencia se han movido con una irresponsabilidad propia de adolescentes, urgiéndole al presidente de la Generalitat, Artur Mas, que proclame ya, sin más ni más, la independencia y que se organice el nuevo Estado, como si de soplar y hacer botellas se tratase, ignorando los problemas que se avecinan y que comenzarán con el más sencillo de todos: lograr ser reconocido como tal por todos los otros Estados.

Ese mismo domingo 9 estuve viendo por televisión los festejos del 25º aniversario de la caída del Muro de Berlín. Un acto apoteósico en torno a la Puerta de Brandenburgo, con miles de globos blancos ubicados en la antigua localización de la muralla, haces de luces iluminando el cielo mientras Daniel Barenboim dirigía el último movimiento de la Novena de Beethoven, el “Himno a la Alegría”. Sin querer, a uno se le saltaban las lágrimas de emoción ante esa profesión de fe en la libertad. Solo se me ocurrió pensar en la paradoja de que en el mismo día en que unos festejaban la caída de un muro, otros festejaban el levantamiento de uno nuevo.

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El texto de Jesús Ruiz Nestosa ha sido publicado originalmente en el diario ABC Color, de Paraguay.

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