Cruces sobre el agua

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Hace 92 años, cumplidos el pasado 15 de noviembre, ocurrió uno de los episodios más escalofriantes de toda la historia del Ecuador. Fue en 1922. Los trabajadores ferroviarios iniciaron una huelga general que terminó paralizando todo Guayaquil. El liberal José Luis Tamayo, entonces presidente, ordenó contener la situación “cueste lo que cueste”. La represión terminó con centenares de seres humanos asesinados por la fuerza pública, cuyos cadáveres fueron arrojados al manso Guayas y cuyos vientres fueron abiertos con bayonetas para que los cuerpos se hundieran. El pueblo guayaquileño veló a sus muertos con cruces que flotaron en lugar de los cadáveres partidos, sobre el agua de nuestro río convertido en cementerio, como lo inmortalizara en su libro Joaquín Gallegos Lara, en una tragedia cuyas víctimas son auténticos mártires no solo de las conquistas laborales, sino del derecho del pueblo a la protesta social.

Aunque han pasado 92 años, y salvando las obvias diferencias, en algunas cosas Ecuador parece seguir atrapado en 1922. Entonces, el conflicto se produjo no solo por las terribles injusticias sociales de la época, sino por un colapso económico desatado por la crisis del cacao, producto nacional estrella, lo cual provocó un declive de exportaciones que, junto a un exceso de importaciones, ocasionó falta de divisas, en el contexto de una economía internacional atribulada desde 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial.

Casi un siglo después, el cacao se nos convirtió en petróleo y la guerra mundial en los conflictos del Medio Oriente, Estados Unidos y Rusia. Pese al cacareo del cambio de matriz productiva, todos los huevos de nuestra economía siguen en una sola canasta y el bienestar de 15 millones de ecuatorianos depende de un modelo sostenido por el sector público, a su vez sostenido por un precio del petróleo que es una lotería ajena a nuestro control.

Por otro lado, el movimiento obrero de 1922 logró conquistas que hoy damos por sentadas, pero que costaron sangre. Ironías de la historia: entonces los mártires del 15 de noviembre fueron aniquilados por orden del presidente Tamayo, del Partido Liberal, quien había peleado y gobernado junto a Eloy Alfaro, ícono legendario de la lucha social, aunque luego se le opuso y coqueteó con parte del conservadurismo.

Casi un siglo después, sin una brutalidad que hoy sería impensable, la ironía continúa. Una revolución ciudadana que se autoproclama heredera del alfarismo, pese a contradecir principios históricos del liberalismo radical, y que ha contribuido con un aporte innegable a los derechos laborales al prohibir la tercerización, ampliar la seguridad social y mejorar los salarios, hoy aplaca el clamor de la clase trabajadora con el refinamiento propio de los autoritarismos latinoamericanos del siglo 21. Esa misma revolución, luego de haberse inventado las “renuncias obligatorias” para despedir inconstitucionalmente a servidores del Estado, hoy busca perjudicar a los obreros en el sector público a través de una camuflada reforma constitucional, intenta “mensualizar” (lo cual podría llevar en la práctica a “eliminar”) los décimos, pretende confiscar los ahorros de 146 mil trabajadores del magisterio y reducir las utilidades de los empleados, a la vez que proclama —con razón— el derecho a la seguridad social de las amas de casa mientras las excluye —sin razón— de la salud pública y condiciona el financiamiento de su jubilación a la violación de los derechos de otros empleados sin ninguna lógica económica.

Ahora bien, el 15 de noviembre no es solo un símbolo de la clase obrera, sino también de la protesta social, al recordar la violencia autoritaria contra un pueblo que se levantó en las calles de Guayaquil y reivindicar el derecho humano de la ciudadanía a manifestarse, con o sin motivo, contra toda especie de poder, sea de los adinerados señores de la oligarquía o de los potentados que dirigen los resortes de la maquinaria estatal.

Ese legado de protesta social que trazaron las cruces sobre el agua no pertenece hoy a la revolución ciudadana —ni a ningún grupo político, como entonces no perteneció al presidente Tamayo—, sino al pueblo que, por cualquier causa, defiende su derecho a protestar en la calle. Y es que aumentar el salario mínimo o prohibir la tercerización no son favores: defender los derechos de la gente es la obligación primordial de los gobiernos. Que regímenes anteriores hayan incumplido parte de esa tarea —como también la ha incumplido éste en algunos aspectos— no significa que la gestión pública sea una dádiva pagada con el precio del silencio, ni un privilegio que los ecuatorianos, únicos dueños de la soberanía, debamos agradecer a costa de perder no solo otros derechos laborales, sino ese derecho a expresarnos con absoluta libertad en los espacios públicos, que a punta de sangre conquistaron aquellos héroes enterrados hace 92 años, con el vientre abierto bajo cruces flotantes, en el corazón del manso Guayas.

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