Justicia laboral

Juan Carlos Díaz-Granados Martínez
Guayaquil, Ecuador

El proyecto de reformas al Código de Trabajo presentado por el Ejecutivo propone la necesidad de eliminar los contratos a plazo fijo para ofrecer estabilidad al trabajador. Un sindicalista afirmaba que el trabajador es improductivo mientras se siente inestable. La vida no tiene certezas, pero las actividades económicas, en especial, mantienen estabilidad en función a su sustentabilidad. Esta debe medirse mediante indicadores.

Mientras recibimos educación somos evaluados y según eso, conocemos nuestro nivel de desempeño. Nadie lo considera cruel. Lo mismo sucede durante nuestra época profesional. Es importante que exista la facilidad para poder despedir a un trabajador que no cumple sus funciones como debería o si es un mal elemento. Pero existe la otra cara de la moneda: aquel trabajador que excede lo esperado por el empleador. Esos son los talentos que las compañías se pelean con sus competidores, ofreciéndoles el mayor sueldo posible. Cada persona determina su estabilidad en la empresa. Si somos productivos nos mantenemos en el tiempo. Caso contrario, la compañía liquida, afectando tanto a empleados como accionistas.

Más allá de que no existe inestabilidad laboral en el Ecuador, lo que habría que preguntarse es cuántos empleos genera este proyecto de Justicia Laboral y Reconocimiento del Trabajo en el Hogar. Ninguno. Optamos por la demagogia. Garantizar empleo a los trabajadores, olvidándonos de los tres millones seiscientos mil desempleados perjudica a las personas menos calificadas, porque ellas serán quienes no podrán acceder a un trabajo. No es negocio para un administrador seleccionar y capacitar a un trabajador para luego despedirlo porque sí. Las compañías prefieren la menor circulación posible de personal y contratar más personas cuando la empresa crece. De esa manera generan empleos y los impuestos que el gobierno tanto necesita. La inflexibilidad nunca permitió triunfar a nadie.

Otro punto interesante es fijar topes salariales para los altos directivos, que serán regulados anualmente por el Ministerio de Relaciones Laborales con el objetivo de reducir las brechas remunerativas. Esa reforma significa una injerencia en la administración y una violación al principio de libertad de contratación. Los ejecutivos de una empresa son tan trabajadores como los que ganan los salarios básicos y están amparados por la misma intangibilidad de derechos que la Constitución ordena.

Imaginemos que bajo la misma modalidad que establece el proyecto de reforma fijásemos arbitrariamente un sueldo tope menor al que el presidente Correa percibe como empleado clave de la revolución ciudadana. Se tendrían que reducir la remuneración de los funcionarios que se encuentran en el rango de sueldos entre el presidente y quienes ganan el salario básico; perjudicando a la clase media que ocupa cargos públicos. Eso disminuiría el circulante necesario para el consumo en el comercio. La otra opción sería incrementar el sueldo a los burócratas que perciben menores ingresos, pero se produciría un déficit fiscal atroz. Lo mismo sucede con las empresas privadas.

Justicia laboral es darle a cada quien lo que le corresponde en función a su productividad. Aprobar esta reforma fomentaría la fuga de los cerebros que el Estado ha pagado por educar. Eso ya ocurrió en Venezuela cuando los profesionales petroleros huyeron a Colombia y en seis años duplicaron la producción de crudo de ese país; mientras la producción venezolana decrece desde que el chavismo la gestiona. En Cuba han distribuido los bienes entre todos. Los cubanos cobran un sueldo promedio de veinte dólares mensuales y sufren hambre, pero los funcionarios de gobierno viven rodeados de lujo. Ojalá que esos no sean los modelos a seguir.

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