Cuba: hacia el Fin de la Locura

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Pienso que fue Kafka quien dijo que hay libros que hieren cual desastres. Hace minutos acabé de leer ‘El fin de la locura’ de Jorge Volpi. Fue no solo la revelación de una novela genial, sino la corroboración de que hay algo en la literatura, un misterio, que la ata inexorablemente a la realidad: no han pasado sino días desde el anuncio del restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba.

La novela de Volpi es un repaso nostálgico y doloroso por los ideales que inspiraron la lucha revolucionaria en el siglo XX, hasta el estrepitoso debacle del delirio socialista el 9 de noviembre de 1989. Aníbal Quevedo, el protagonista de la obra, es un psicoanalista mexicano que llega a París en medio de la efervescencia del Mayo del 68.

Quevedo conoce, afuera del despacho del doctor Jacques Lacan, a Claire: una joven francesa que cree fervorosamente que debajo de los adoquines parisinos está la playa y la imaginación y la revolución. Por seguirla, por seguir ese ideal, Quevedo recupera la juventud, el ímpetu, la necesidad infranqueable de la lucha.

‘El fin de la locura’ es, entonces, una radiografía del mundo contemporáneo desde una perspectiva histórica y crítica. Aníbal Quevedo se presenta, en realidad, como la metáfora del intelectual comprometido que, devoto de Louis Althusser y del marxismo antiimperialista, entendió que la acción revolucionaria iba más allá de las páginas de los libros: implicaba violentas protestas en las calles, organizar sindicatos, militar en los dogmáticos partidos comunistas, adherir a las guerrillas latinoamericanas, soñar.

Volpi lleva a su personaje, Aníbal Quevedo, a la isla de Cuba durante el éxtasis de la revolución y lo hace psicoanalizar a Fidel Castro. La sesión fundamental se da en el avión de regreso a La Habana que juntos comparten después de visitar a Salvador Allende en Chile. Quevedo se atreve a preguntarle a Fidel si de verdad cree que la historia lo absolverá. El comandante, frenético, le responde: “¡Claro que la historia me absolverá, Quevedo! La obra de la revolución permanecerá mucho después de que yo muera”.

Ante el lugar-común-político que constituye la respuesta de Castro, el psicoanalista le responde: “Hagamos un experimento. Imagine que no ocurre así, que la historia no lo absuelve. Imagine el peor escenario posible: suponga, por ejemplo, que pasan veinte años y la Unión Soviética se desmorona, finalmente doblegada por Estados Unidos. Imagine que el comunismo es un gigantesco error. Y que su régimen es considerado como una simple dictadura….”

La sombra del miedo, en esos insólitos instantes que la ficción ha permitido, demuestran el horror que se dibuja en los ojos de Fidel Castro al considerar la idea de que el tiempo, y no la CIA, pueda destrozar la obra a la que le dedicó su vida entera y, aterrorizado, responde: “imposible, imposible, imposible…”

No pasaron veinte años, sino medio siglo para asistir al lento pero inevitable desmoronamiento de la revolución cubana. El destino o el azar ha permitido que Fidel sobreviva lo suficiente para atestiguar, con sus propios ojos, el fin de la locura.

Volpi recuerda, por ejemplo, el caso de poeta Herbeto Padilla que, después de un admirable proceso de reflexivas críticas –esas sí, revolucionarias– al régimen cubano, fue presionado a retractarse (luego de 28 días de encierro) y a confesar públicamente que su conducta contrarrevolucionaria había dañado la imagen de la revolución. ¿Es más importante la imagen de las revoluciones que la libertad de pensamiento y expresión?

Hoy, al acabar de leer el libro, al volver al mundo real fuera de las páginas de Volpi, descubro dos cosas: la primera, que el restablecimiento de las relaciones de Cuba con Estados Unidos es, indiscutiblemente, la segunda caída del Muro de Berlín, porque es el reconocimiento de que ni Cuba, ni su benefactora Venezuela, podrán sobrevivir al largo plazo con un modelo económico herido de muerte, prácticamente colapsado, insostenible.

Pero también veo que así como el desmoronamiento de la Unión Soviética no evitó a los cubanos dos décadas adicionales de miseria y autoritarismo, la paulatina y pragmática aceptación cubana de que su sistema no sirve y está condenado a morir no evitará el desmantelamiento del Estado de Derecho y de los sistemas productivos en los países latinoamericanos que viven bajo el delirio autoritario de la izquierda populista.

Y hoy, esos mismos argumentos que sirvieron para condenar en Cuba a Herberto Padilla se usan grotescamente en el Ecuador para defender a un gobierno que desaloja de su sede a la Conaie, el movimiento indígena con más trayectoria histórica y autoridad política de todo el continente. Sin duda, una cruel evocación a las más nefastas dictaduras de antaño.

Hay quienes dicen que la historia está irremediablemente condenada a repetirse: mientras Cuba camina tardía pero indeteniblemente hacia la cordura, hay quienes como Claire, la francesa, se niegan a dejar el manicomio mental del dogma político que no es sino un barco que se hunde.

Aníbal Quevedo, como tantos otros intelectuales comprometidos del siglo XX, inspiraron su certeza revolucionaria en la lucidez de pensadores como Lacan, Althusser, Roland Barthes y Michel Foucault. La obsesión por el poder, sin embargo, los alejaron del mundo de las ideas y los condenaron a convertirse en solapados esbirros de los sistemas que tanto despreciaron en su juventud. La historia, en vez de absolverlos, convirtió a esa generación de soñadores en tristes burócratas, militantes nostálgicos y maquiavélicos, es decir, en malas caricaturas de sí mismos.

Muchos de los intelectuales de hoy, tan parecidos a los delirantes soñadores del Mayo Francés, han caído en ese romanticismo que es capaz de justificar todos los horrores y desaciertos: no hace mucho leí la columna de un joven escritor que calificaba como ‘novelería’ la infranqueable exigencia que muchos ciudadanos hacemos por preservar el principio de alternancia en el poder, hoy puesto en juego en el Ecuador.

Ah, Kafka tenía razón: hay libros que hieren cual desastres. Leer ‘El fin de la locura’ fue como padecer la historia del siglo XX, en toda su dimensión desaforada y contradictoria, sobre el propio cuerpo. Volpi de algún modo se burló de la cursilería revolucionaria e incluso de la cursilería filosófica y estética que sostenía la revolucionaria. Pero también nos dijo una gran verdad: más allá del amor y de la belleza de los ideales, la obsesión y la fe irracional en los proyectos políticos son peligrosas, enceguecedoras, tristes. Y la locura, cuando es una creencia y una necedad, no es una condición del ser humano sino una íntima y personal decisión de quienes la padecen.

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