Los que se mojaron el poncho

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

A veces recuerdo a los escritores y, en general, a los artistas que eran como lumbres, figuras públicas de alto vuelo, una polifonía cuyo estruendo recorría el territorio de sus países, de sus congresos, del poder. Detrás del artista y del escritor había un intelectual comprometido, un agente de cambio, un revolucionario, alguien suficientemente valiente para mojarse el poncho.

Pienso, por ejemplo, en Jean Paul Sartre y su visión de la literatura comprometida. Una literatura que entiende que cada palabra es un acto y que una obra de arte comprometida con la actualidad puede cambiar el curso de la historia. Él nunca fue candidato ni ejerció cargos públicos al servicio de ningún gobierno. Era un intelectual. Su compatriota André Malraux, por el contrario, uno de los más grandes novelistas franceses de todos los tiempos, aceptó ser el Ministro de Cultura del general De Gaulle. Con ello marcó los días más sombríos de su vida de escritor.

De entre los franceses, prefiero a Albert Camus, que rompió con Sartre y entendió que la literatura no puede ser un instrumento o un medio para alcanzar otros fines, ya que la literatura es un fin en sí mismo y quizá el más alto de los objetivos deseables. Para Camus la única exigencia admisible al escritor era entender que una literatura desprovista de moral es inhumana.

Neruda fue senador de Chile y embajador de su país ante el gobierno de Francia durante la presidencia de Salvador Allende. Neruda incluso declinó su candidatura presidencial a favor de su amigo Allende. En la historia de América Latina no es extraño que grandes intelectuales, dedicados al oficio de escribir, llegaran a coquetear con el poder.

Mario Vargas Llosa, quizá el intelectual latinoamericano con mayor influencia en la actualidad, lideró la oposición al presidente Alán García hasta el punto de asumir una candidatura a la presidencia del Perú. Fue derrotado por el populista Alberto Fujimori. Nunca más asumió candidatura alguna a cargos de elección popular.

Joaquín Gallegos Lara, el creador de ‘Las cruces sobre el agua’, era en el Ecuador la máxima expresión del compromiso político: militó con vehemencia en el comunismo al punto de desarrollar, como escritor, una estética políticamente comprometida a la que la crítica llamó realismo social. Su obra cumbre es, precisamente, el relato de lo que fue la masacre a los trabajadores en Guayaquil el 15 de noviembre de 1922. Era la época en que, como lo notó Jorge Enrique Adoum, la poesía, la revolución y el amor eran una misma cosa.

Varios de nuestros más insignes cancilleres y miembros del servicio exterior han sido, a la vez, algunos de nuestros más brillantes intelectuales: el poeta Jorge Carrera Andrade, Benjamín Carrión, Gonzalo Escudero, Alfredo Pareja Diez-Canseco…

Víctor Hugo, la gloria de la narrativa francesa, fue legislador. El novelista venezolano Rómulo Gallegos fue presidente de su país y, además, el primer presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El intelectual y el poder han tenido, desde siempre, una relación difícil pero cercana: una danza tentadora y sensual, un cruce de miradas, una implacable discusión que muchas veces termina en persecución. Una historia que a veces ha bordeado la oscuridad y la desilusión: hubo un episodio que manchó la trayectoria de uno de los más grandes genios del siglo XX, me refiero a Heidegger y a su cercanía con los nazis.

Pienso en el silencio cómplice de Heidegger mientras el nacional socialismo alemán perseguía, encerraba y asesinaba a intelectuales y millones de seres humanos. Su silencio cómplice mientras la euforia hitleriana quemaba libros. El silencio cómplice de Heidegger que, indirectamente, destruyó a Walter Benjamin, otro de los filósofos más grandes de la humanidad. Por su condición de judío Benjamin huyó de la Alemania Nazi a París y, ante la ocupación alemana sobre el territorio francés, partió al exilio hacia España en donde el gobierno de Franco le negó la visa. Benjamin, sabiéndolo todo perdido, optó por el suicido frente a la geografía rocosa de la Costa Brava.

Hubo una generación de escritores que eran como caudillos, presencias insoslayables en sus aldeas nacionales, poderosos e influyentes, patriarcales. Me refiero, por ejemplo, a Gabriel García Márquez, sin duda una de las personalidades más influyentes en la vida colombiana durante el siglo XX.

Hoy, en el Ecuador, no faltan escritores y artistas que hayan decidido mojarse el poncho y subirse a la caravana de los que tienen el poder. Pienso, por ejemplo, en el Ministro Javier Ponce, a quién José Hernández le escribió una dolorosa carta en la cual le recuerda su incoherencia. La transformación de un poeta de marginados y vencidos en funcionario público de un gobierno curuchupa e intolerante con la protesta social.

Hay quienes dicen que es legítimo cambiar de ideas, arriesgarse incluso a hacer la revolución. Mucho hay que decir al respecto: siempre he creído que cuando Aristóteles dijo que somos animales políticos quiso decir que somos seres sociales: la política nos atraviesa. Todos nuestros actos tiene que ver con la política.

Creo, sin embargo, que el ejercicio político a nivel de la militancia partidista y electoral tiene peligros, sobre todo en procesos políticos exageradamente personalistas y donde los discursos del caudillo se convierten en dogma, como en el Ecuador. Hay intelectuales –y muchos- que pese a mojarse el poncho en la política jamás pierden su honestidad intelectual, la coherencia con sus principios y su independencia. Un referente, en ese sentido, es Sergio Ramírez, el primer vicepresidente del sandinismo, hoy opositor y defensor de la democracia, y uno de los novelistas más altos de la lengua castellana.

Pero hay otros, que en una mezcla de ingenuidad y desequilibrio terminan no como intelectuales sino en una defensa cortesana de una revolución convertida en el más conservador Statu Quo. Una revolución que ha perseguido a activistas sociales y ha declarado una guerra abierta contra la libertad de expresión para instaurar un Estado de Propagando digno del Ministro Goebbels. Una revolución socialista con Mónica Hernández.

Todas las dictaduras han tenido intelectuales e incluso artistas oficiales, los primeros suelen terminar hundidos en la más oscura soledad, los segundos suelen producir obras que, pese a su alta calidad como el cine de la Alemania Nazi, pasan a la historia no como arte sino como propaganda.

En mi adolescencia milité en un movimiento político de izquierda que consideré idóneo y coherente con mis principios. La experiencia de mojarme el poncho, sin duda, fue una de las más enriquecedoras, gracias a ella logré una conexión profunda con el país y su porvenir. Una complicidad y un conocimiento que me ha permitido llevar al Ecuador, como a una piedra preciosa, en cada uno de mis viajes.

Hoy pienso, sin embargo, que el territorio natural del intelectual son las ideas y no el poder. Y el del artista, indudablemente es la creación. Pienso que el espacio que habita el escritor no es el cargo de un burócrata y menos la lista de candidatos de un partido. El espacio del escritor es el lenguaje, son las palabras y sobre todo el silencio. El silencio de la creación. Y el amor, también el espacio del escritor y del artista es el amor, tal como lo concibieron los filósofos griegos.

La escritura, en cuanto proceso de creación de realidades, requiere de un único requisito insoslayable y ese es la soledad. Hoy la idea del escritor caudillo me interesa mucho menos que la idea del escritor que habita realmente la marginalidad, que huye del ruido como Onetti y que tiene tiempo de pensar socráticamente, hasta el último instante de su vida.

Tanto el escritor, como el artista tienen una responsabilidad intelectual con su tiempo: la de ser ciudadanos. Pero esa responsabilidad intelectual es únicamente respecto de su condición de ciudadanos, no de su condición de artistas y escritores. Iván Carvajal en sus columnas de opinión reflexiona sobre la realidad política, ejerce su papel de ciudadano e intelectual. Pero en su poesía es creador y nada más que eso, no tiene compromisos que no sean con el poema.

A veces el entusiasmo vuelve ciegos a los lúcidos. Y en ocasiones no es el entusiasmo sino la vanidad y la ambición. El deseo de poder se encubre, por lo general, de propósitos nobles. El arte y la escritura son y deben ser totalmente autónomos, nunca un instrumento del poder, lo contrario implicaría caer en el fango repugnante en donde habitan los bufones y cortesanos. Son los políticos de hoy los que deberían aprender a mojarse, verdaderamente, el poncho: que lean, que reflexionen, que se cultiven. Que dejen el silencio cómplice de las lealtades y conozcan, por primera vez en su vida, ese otro silencio libre en donde suceden las más bellas cosas de la vida.

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