El maestro inicial

Juan Villoro
Ciudad de México, México

La semana pasada murió Miguel Donoso Pareja, escritor ecuatoriano que vivió exiliado en México y entendía la literatura con la desbordada generosidad de quien concede a los textos ajenos más importancia que a los propios.

Lo conocí en 1972, en el piso 10 de la Torre de Rectoría de la UNAM. Los miércoles se vaciaban las oficinas de Difusión Cultural y quedaba encendida una lámpara, como en un cuadro de Hopper, sobre la mesa del Taller de Cuento. A lo lejos, sumido en sombras, el estadio de Ciudad Universitaria parecía un escarabajo boca arriba.

Yo tenía entonces quince años y había escrito un cuento. Donoso no se sorprendió de recibir a un menor de edad; preguntó por mis autores favoritos, sonrió cuando mencioné a Julio Verne y asintió cuando agregué a Rulfo y Cortázar. Me trató con la seriedad que se le concede a un colega y quiso saber cuántos relatos había escrito. Para hacerme el prolífico contesté: «dos».

Pidió que los llevara el miércoles siguiente. Esa semana escribí a toda prisa un cuento sobre mineros que sufrían espantosamente y a los que deseaba salvar en mis páginas. Hombre político, que había padecido cárcel por sus ideas, Donoso detestaba la literatura panfletaria. El cuento de los mineros le pareció horrendo y el otro aceptable: «Se nota que es posterior», dijo, con la bonhomía de quien le atribuye a alguien de 15 años una etapa previa. Fue la única vez que se equivocó. Para quedar bien, «reconocí» que el cuento de los mineros era «más viejo». Entré a un taller de ficción con una mentira, pero aprendí que ahí sólo se decía la verdad.

Donoso nos convenció de que la crítica era una forma de la creatividad y que nada ayudaba más a un autor que descubrirle defectos. Carlos Chimal, Jaime Avilés y otros compañeros de generación se beneficiaron de su rigor. Ahí conocí a Luis Felipe Rodríguez, uno de los mayores astrónomos de México, que entonces escribía espléndidos cuentos de ciencia ficción. A propósito de Rodríguez, Donoso analizó a Bradbury y Lovecraft. En otra ocasión, un texto de atmósferas sensuales del arquitecto Luis Porter lo llevó a hacer una exposición de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Buscaba una estética propiciatoria para cada alumno.

En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño retrató el taller de poesía de Juan Bañuelos, que sesionaba los martes. La novela coral del taller de Donoso Pareja tendría que ser una saga tan movediza como la de Bolaño. Con ánimo de caballería andante, comenzó a impartir talleres en San Luis Potosí, Aguascalientes y Zacatecas, el triángulo de López Velarde. Crítico del centralismo, me invitó a conocer la provincia. Lo acompañé a talleres donde conocí a una cofradía de autores que nunca se ha roto.

Cuando reseñé su novela Día tras día, me permití hacerle algunos reparos. Algunos amigos juzgaron pretencioso que me atreviera a criticarlo, pero era lo que había aprendido en su taller. Él agradeció la nota, «sobre todo por las críticas».

En nuestras travesías en camión por el mundo de López Velarde, me hablaba de su vida de marino mercante, sus días en la cárcel, sus pasiones deportivas. Nunca le vi un gesto de vanidad. Disfrutaba como suyos los hallazgos ajenos.

Una relación de ese tipo se puede volver adictiva. A los 19 años concursé para ingresar al taller de Augusto Monterroso, que recibía tres alumnos al año, y fui admitido. Entonces Miguel decidió echarme de su taller, no por celos hacia el nuevo maestro («un gran cuentista y un hombre sabio», me dijo), sino para acabar con mi dependencia. Seguir ahí era como usar muletas cuando ya había sanado la fractura.

Bajé los diez pisos de la Rectoría por las escaleras, para demorar el desastre de entrar en una vida sin el taller de los miércoles. La última lección del maestro fue la más dura y la más significativa: tendría que criticarme a mí mismo.

Años después, cuando ya había vuelto a Guayaquil, sus alumnos le hicimos un homenaje en San Luis Potosí. Escuchó nuestras ponencias y dijo con calma: «Ya saben que me gusta corregir». Acto seguido, sometió los elogios a un insólito taller.

En noviembre de 2014 fui a Quito para participar en otro homenaje a Miguel. Pensaba verlo, pero el médico le impidió hacer el viaje de Guayaquil a la capital. Lo saludé por teléfono, recordándole lo mucho que le debía. Él hizo las bromas de quien evade el sentimentalismo. La llamada fue casi festiva; ambos sabíamos que no volveríamos a hablar, pero optamos por lo que nos unió desde que yo tenía 15 años: la ficción.

Mi mente no colgará esa llamada.

* Publicado originalmente en el diario mexicano Reforma.

Más relacionadas