Dilma en el aire

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Hay una mentira circulando, en América Latina, aunque también en varios sectores de Brasil, acerca de la crisis política de ese país y la eventual cesación del cargo de Dilma Rousseff. Y esa gran mentira no es otra que la aseveración de que la gente se cansó de pronto y pide que se vaya el Partido de los Trabajadores del poder después de que se hiciera público el último escándalo de corrupción, que descubrió que las arcas de Petrobras servían para otorgar obras y proyectos a dedo o para encubrir procesos pantanosos con coimas.

Es una mentira no solamente facilona, sino una malintencionada interpretación de lo que ahora sucede. Primero porque parece dar a la gente una agencia que tristemente no tiene; segundo porque no descarga del todo el peso de la responsabilidad que tiene el partido de la presidenta Rousseff con los sectores que la encumbraron y a los que, días después de saberse ganadora, les dio la espalda cuando les debía gratitud y lealtad política. Además de permitir, como estipula la tradición latinoamericana, que con plata de la gente se pague a empresarios corruptos, más allá del partido al que pertenezcan.

Como en buena parte del continente, las clases populares y medias brasileñas están mayoritariamente despolitizadas, y son los muñequeos en la capital o las ciudades principales los que dan continuidad o ruptura a los procesos políticos. Ante eso, la gran manifestación de Sao Paulo, a la que llegaron los sectores más conservadores y reaccionarios del país con un discurso buenista en nombre de todo el pueblo y de la libertad –quién les creyera, si aún siguen esclavizando a gente en su condición de terratenientes o utilizando plata estatal para salvar sus bancos manejados como fincas familiares-, no pasa de ser una muestra del malestar de ciertas clases sociales y del poder de monopolio de los medios de comunicación. Para el resto de la población la norma es una adormecida indiferencia.

Es inocente aseverar que quienes salieron a quejarse representen la decepción popular. Tampoco que haya sido sencillamente una fiesta cívica de protesta ciudadana, una reunión de sonrientes empresarios con sus familias que se juntaron en la avenida más exclusiva de América Latina, para pedir un país mejor, como dice el último número de la revista Veja o las imágenes de todos los días de la Cadena Globo.

Lo otro es algo aún más serio. Rousseff perdió poder en una maniobra sin ideología ni reciprocidad, en un acto de pura fisiología política en nombre de la gobernabilidad que le costó a mediano plazo el apoyo de la mayoría de los sindicatos y sectores de base que, más con desengaños que conquistas, venían siendo el motor de la estabilidad del PT en el poder. No era nada nuevo, aunque esta vez sí algo más grave. A menos de una semana de saberse ganadora, Rousseff optó por hacer pactos en el poder legislativo con los sectores socialdemócratas y de centro derecha. Puso a Joaquim Levy, un economista procedente de la escuela de Fernando Henrique Cardoso, en la cartera de finanzas, cortó drásticamente el presupuesto para la educación superior, fingió indiferencia ante los reclamos de los sectores trabajadores sobre las pensiones de jubilación y, como ocurrió el año pasado, mandó a miles de policías a sofocar las manifestaciones a punta de bala. No exagero cuando escribo lo anterior.

Todo esto resultó en un aislamiento de las facciones progresistas que la habían encumbrado y que se vieron obligadas al último recurso que les quedaba: la calle. De ahí que no sea sorpresa la nueva militarización de las ciudades –que se tiñeron de verde y metrallas para el Mundial de fútbol- y la persecución de decenas de activistas políticos: profesores, militantes ambientalistas, obreros, dirigentes sindicales. Con esto pretendía calmar los rumores sobre la salida de la inversión. Un país de doscientos millones de gentes que aún se estructura por rumores.

Lo que no previó Rouseff es que mucho más temprano que tarde los ministros a los que colocó y los partidos pendulares con los que repartió cuotas de poder le dieron la espalda. Y a falta de quienes se erigieron en un bloque cohesionado para darle estabilidad, sus andamios se hicieron aire y ahora ve su gobierno pendiendo de un hilo, con el sector legislativo en su contra, el judicial encarándola por los descalabros de corrupción, y la aceptación de la gente por los suelos. Y teniendo la certeza de que, cuando llegó al poder, actuó como aquéllos a los que decía combatir. Crisis, traición y pesca a río revuelto. Vaya si es hora de ideologizar la política.

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