¿Quién es el malcriado?

Héctor Yépez
Guayaquil, Ecuador

La historia ya es conocida: en medio de su séquito de seguridad, el Presidente se bajó del carro para increpar a L. C., un “muchachito malcriado” de 17 años que le sacó una yuca el 1 de mayo, día de marchas y protestas en la capital. El adolescente fue detenido por la fuerza pública, mientras su madre, comprensiblemente indignada, cacheteó a un policía. Así aparece en un video de la Secretaría de Comunicación (SECOM). Según el adolescente detenido, el Presidente lo agarró del pecho y la madre fue agredida. Finalmente, un juez condenó la malacrianza con 20 horas de servicio comunitario.

Aun si nos limitamos a creer la versión oficial de la SECOM, el episodio es francamente ridículo. ¿Será un show para distraer el ojo público de las reformas al seguro social, las salvaguardias, la reelección indefinida y la crisis fiscal? Quién sabe. Lo cierto es que la reacción del presidente Correa deja al descubierto, una vez más, su inmadurez emocional ante el gesto de un colegial en la calle. No se trata de defender la obscenidad, sino de entender que ello no amerita ni la ira de un mandatario, ni la movilización del aparato de policía y justicia.

El suceso también confirma —de nuevo— la doble moral de un Presidente indignado por la yuca de un adolescente, mientras él mismo, ya cincuentón, dueño de una tarima pública que lo expone a millones de ecuatorianos, es autor inigualable de agresiones verbales y lidera un gobierno que maneja el mayor oligopolio nacional de medios dedicados a la propaganda política. Esta paradoja revela, como he señalado en varias ocasiones, que el discurso del Presidente sobre la defensa del honor y la imparcialidad es una deshonestidad intelectual. De hecho, la infracción por la que se juzgó al menor L. C., tipificada en el artículo 378.1 del Código Orgánico Integral Penal, sanciona a “la persona que, por cualquier medio, profiera expresiones de descrédito o deshonra en contra de otra”. ¿No podría aplicarse esta norma a una sabatina cualquiera? Después de ocho años en el poder, está claro que el discurso presidencial sobre el honor y la verdad no es más que un arma retórica para justificar el abuso de poder.

Ahora bien, sí hay una lección positiva en todo este sainete. Y es que el Ecuador necesita una urgente reflexión sobre cómo superar incultura del irrespeto y la permanente ofensa en nuestro país. Yo me niego a aceptar que seamos incapaces de sustituir los insultos por razones y los descalificativos por argumentos. Eso debe empezar en el mismo Carondelet, pero —seamos sinceros— la violencia verbal de nuestra política no es exclusiva de la Revolución Ciudadana, sino que aflige a parte de la actual oposición y resulta, a fin de cuentas, una continuación de ese viejo estilo de la partidocracia que ya es hora de sepultar en el baúl de la historia. Vamos más allá: se trata de un problema cultural en nuestra sociedad. Los políticos no son más groseros que un conductor promedio en nuestras calles. Si nos ponemos la mano en el pecho, la norma que utilizaron contra L. C. y que mejor le calza al Presidente, también podría aplicarse a muchos de nosotros.

Por tanto, si queremos —pero de verdad— cambiar esta realidad, la respuesta no es abusar del poder policial y judicial, ni montar shows para distraer a la opinión pública, sino emprender una campaña seria que fomente los valores de respeto, diálogo y tolerancia, empezando por aquellos líderes que, gracias a su masiva exposición pública, son referentes de conducta para los demás.

Twitter: @hectoryepezm

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