Si Francisco viviera en Ecuador

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Promover un clima de paz ante la llegada del Papa Francisco fue el pretexto del presidente Correa para dar marcha atrás —temporalmente— en su intento por subir los impuestos a la herencia y plusvalía en la Asamblea, luego de masivas protestas populares en las principales ciudades del Ecuador.

Es una buena noticia que el presidente, al menos de boca para fuera, llame al diálogo e invite a la paz. La mala noticia es que esas palabras contradicen las acciones reales de la Revolución Ciudadana, que persiste en cadenas y sabatinas para insultar a quienes piensan diferente y llegó al extremo de enviar a una asambleísta, Gina Godoy, a decir en televisión nacional que los jóvenes que protestan en Quito andan borrachos y drogados.

Pero hay que reconocer algo: el temor a quedar mal durante la visita del Papa Francisco los forzó a retirar de momento los proyectos de ley. Un acto medio sensato entre tanta locura. Y encima ahora el gobierno utiliza frases del Papa para hacerse propaganda. ¿Se imaginan, entonces, que otras cosas pasarían si el Papa decidiera quedarse más tiempo en Ecuador, digamos hasta el 2017?

Cada vez que se denunciara un escándalo de corrupción, en vez de hacer homenajes al implicado, el Papa le recordaría al Presidente que quien “gobierna de forma corrupta roba al pobre” y que la política está “estropeada por la corrupción y por el fenómeno de los sobornos”. De inmediato el Presidente tomaría medidas. Y hasta permitiría que la justicia y las autoridades de control se vuelvan autónomas e imparciales, para que hagan su trabajo independientemente del deseo presidencial.

Cada vez que alguien cuestionara al Presidente, en vez de insultarlo, el Papa lo obligaría a dialogar. Pero de verdad, sin lanzarle al mismo tiempo cadenas nacionales de la SECOM, ni montarle fotos falsas, ni hacerlo pedazos en la sabatina. El Papa le recordaría su experiencia cuando era joven superior de los jesuitas en Argentina: “Cometí muchos errores por autoritarismo. Después he aprendido que es necesario dialogar, ver lo que piensan los demás.”

Cada vez que el Presidente se desdijera de sus propias palabras —incumplir su promesa de bajar el IVA, de no permitir la reelección indefinida, de renunciar si Pedro Delgado no tenía título, etc., etc.—, el Papa le recordaría, acaso en la mismísima confesión: “La hipocresía es el lenguaje de los corruptos.”

Cada vez que el Presidente insistiera en aprobar, de espaldas al pueblo, las reformas constitucionales para permitir la reelección indefinida y perpetuarse en el poder, el Papa Francisco le halaría las orejas y le reprocharía que “el afán de poder y de tener no conoce límites”.

Cada vez que un ciudadano criticara el enorme gasto público, los lujos de dos aviones presidenciales, el trabajo soñado de Freddy Ehlers, los cuarenta y tantos ministerios, el Papa le repetiría al Presidente: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres! ¡El dinero debe servir, no gobernar!” Es decir, los pobres no deben ser servidos por un Estado rico y obeso, sino por un Estado mesurado y sin excesos.

Cada vez que el Presidente intentara redistribuir la riqueza, no dinamizando la economía para generar empleo, sino aumentando cada año impuestos para engordar la burocracia, el Papa le advertiría: “¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos.”

Twitter: @hectoryepezm

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