Botar a Correa

Miguel Molina
Quito, Ecuador

A buena parte de la oposición le falta capacidad autocrítica, sobriedad y responsabilidad. No ha sido capaz de pensar con la cabeza fría, dejar a un lado las pasiones y los odios. Le falta coherencia y compromiso con los más esenciales valores democráticos. La oposición no ha logrado comprender al país.

No me mal entiendan, opositores, que no me he puesto la camiseta verdeflex ni me he subido a la camioneta de Alianza País. Si a ustedes los acuso de no tener la capacidad de ser autocríticos, imagínense lo que pienso del correísmo. Ni les cuento. Solamente revisen las columnas que he escrito a lo largo de todos estos años. Verdeflex, ni loco.

Pero hace falta que sea absolutamente honesto. Me temo que en el frenesí de esta lucha a muchos de ustedes se les ha olvidado algo fundamental: los demócratas se hacen con el poder únicamente por medio de las urnas y los votos.

El jueves 2 de julio fui testigo de algo sensacional: miles de trabajadores, jubilados y campesinos, con envidiable conciencia política, desfilaron desde la Caja del Seguro hacia el Centro de Quito. En su paso firme y en la sobriedad de sus rostros había la dignidad de quién ha luchado toda su vida, con coherencia y constancia. En ese momento, llegaron los cientos y cientos de médicos, con sus mandiles blancos, que se sumaron a esa marcha cívica y pacífica. Verlos me dio la certeza de que los mejores días del correísmo se han acabado y por fin el monstruo agoniza. Supe que Correa ya no era el ídolo de las multitudes y que ya no daría palizas electorales a nadie.

Cerca de las 19h00 llegó al Centro de Quito una segunda marcha, conformada por opositores vehementes. Eran muchos de los que días antes se habían congregando en la Shryris. La Plaza de la Independencia estaba repleta de gente que el correísmo llevó en buses como respaldo. Este grupo de opositores insistía, con una soberbia muy parecida a la del presidente, que les dejen pasar “para conversar un ratito” en el palacio, sin medir las consecuencias de un brutal enfrentamiento entre ecuatorianos que tendría lugar cuando los dos grupos se encuentren.

Es triste, y esto lo he repetido muchas veces, que las concentraciones en la Shyris hayan tenido ocasión solo luego de que, gracias a una ley demente, sus bolsillos podrían verse perjudicados. ¿Por qué no salieron ante la persecución a la prensa? ¿Ante la prisión de los Diez de Luluncoto, de los Doce del Central Técnico, de los estudiantes del Mejía? ¿Por la infame explotación al Yasuní y el boicot a la consulta popular de los yasunidos? ¿Por los activistas sociales presos? ¿Ante el rupestre proceso de cercenar las libertades públicas en el país? ¿Qué esperaban? ¿Estaban gozando la bonanza petrolera?

Esa noche, presas de la tensión, la gente empezó a empujar al piquete de policías que impedían el paso desde las calles Espejo y Guayaquil. Debo conceder, quizá por primera vez en mi vida, que los policías actuaron con mucho profesionalismo y durante más de una hora no cedieron a las provocaciones: soportaron firmemente los insultos y los violentos intentos de romper el cordón policial. Luego dispersaron la manifestación que, irracionalmente, quería llegar a la Plaza de la Independencia para enfrentarse a los simpatizantes del gobierno.

Los periodistas que cubríamos la protesta éramos empujados sin ninguna consideración por los manifestantes contra los escudos policiales. Dos días antes otro grupo de opositores había agredido a una periodista y a una fotógrafa de El Comercio por hacer su trabajo.

No descarto y aquí lo consigno, que un minúsculo grupo de borrachos y vándalos, que también agredía a los policías, eran infiltrados cuyo propósito era desacreditar la marcha opositora. Pero además de esa posibilidad, que es real, es innegable que gran parte de esa turba opositora clamaba por violencia.

Desgraciadamente, gran parte de esos opositores destilaban el mismo odio que el correísmo ha sembrado en sus fanáticos. Fue claro que en el fondo su intención y su deseo es la destitución del gobierno de Rafael Correa, de forma inmediata. Analicemos esto: en Ecuador derrocar a un presidente nunca ha sido imposible. Hay, sin embargo, diferencias sustanciales. El vicepresidente de Correa claramente no conspira contra él, por el contrario, es su obediente servidor. A diferencia de los gobiernos que han caído durante el actual periodo democrático, Correa no tiene un congreso en contra. Es más, tiene mayoría absoluta en la Asamblea Nacional y su presidenta es, todos lo sabemos, correísta confesa.

Usemos nuestra imaginación: si el desborde de la crisis política nos llevara a que Correa sea destituido legalmente o tuviera que renunciar, la Constitución llamaría a Jorge Glas o, en su defecto, a Gabriela Rivadeneira para asumir la presidencia de la República. ¿Cambiarían en algo las cosas? Pues no.

Un golpe militar es una posibilidad imposible de admitir. ¿En verdad la oposición está dispuesta a apoyar eso? ¿Es posible que no se sonrojen de vergüenza quienes reclaman a las Fuerzas Armadas para que defenestren un gobierno civil, constituido en las urnas? ¿No se suponía que la lucha contra el correísmo era por la defensa de la democracia y los valores republicanos, que el gobierno intenta destrozar?

La única vía legal y coherente con la democracia sería la revocatoria del mandato, que lamentablemente no ha logrado articularse como propuesta real y hay poco tiempo para lograrlo, pues la Constitución solo la admite en los tres primeros años de gobierno.

La oposición democrática no puede pretender botar a Correa inconstitucionalmente, debe articularse para vencerlo en elecciones. Su lucha debe ser por la democracia, no puede nacer ni estar motivada por el odio al caudillo. La lucha de una oposición radicalmente democrática no ha de buscar la caída de un presidente por vías ilegales sino, en este caso, la defensa de la institucionalidad del país, la vigencia del Estado de Derecho como sostén indispensable de la democracia y el equilibrio de los poderes del Estado para evitar los soberbios excesos y caprichos del caudillo.

La oposición debe prepararse para el post correísmo, para eso es esencial entender obviedades: las asambleas constituyentes no solucionan nuestros problemas, solo consolidan los modelos de poder que convienen a las coyunturas políticas. Botar a Correa, así como lo hemos hecho siempre, es repetir el circulo vicioso de nuestra Historia. Luego vendrá un nuevo caudillo, uno que diga lo que queramos oír, y entonces el show se repetirá.

Estamos de acuerdo: la oposición no puede callarse, debe continuar con firmeza su lucha, y exigir que el gobierno detenga el desmantelamiento de la institucionalidad e incluso del sistema económico del país. La exigencia popular debe exigir al régimen la rectificación del desastre. Y, sobre todo, debe articularse, con base en acuerdos mínimos pero sólidos, para enfrentar unidos a Correa en las urnas y vencerlo. La oposición que aspire a asumir las riendas del Ecuador en el post correísmo no puede pensar que el fin justificará los medios, debe comportarse democráticamente en todos sus actos.

Me desmarco de quienes, en su ciego revanchismo, quieren causar un desmadre social para sacar a Correa del palacio a patadas, sirviéndose de la violencia. Si la oposición no se reinventa y se compromete profundamente con la democracia, será peor que el mismo correísmo. Además, prohíbo terminantemente al gobierno hacer uso de esta columna y mis críticas a la oposición para desacreditar el legítimo derecho de protestar que la ciudadanía tiene en un país en donde su gobernante vive un sórdido delirio de grandeza. Ante la oposición hay un inmenso e histórico desafío, que solo puede ser asumido con un compromiso radical y profundamente democrático. (O)

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