La Revolución de la Chimoltrufia

Héctor Yépez Martínez
Guayaquil, Ecuador

Las vueltas que da la vida: el mismo gobierno que llegó al poder con cantos izquierdistas de sirena, al mando de un contestatario Rafael Correa que amenazaba con una revolución socialista del siglo 21 y las reivindicaciones de un “cambio de época”, hoy se ha vuelto el peor enemigo de los movimientos sociales, los activistas indígenas y las fuerzas progresistas. Muchos cuestionan si esta Revolución alguna vez fue de izquierda o simplemente utilizó un discurso de cercanía popular para imponer una agenda de derecha. Yo no suscribo esa tesis. Más bien pienso que el correísmo es una amalgama sin ideología, cuya única agenda es el poder por el poder y cuyo único instrumento es una visión autoritaria de la política que no puede entenderse desde la distinción, tantas veces inútil, entre izquierda y derecha. La problemática social es muy compleja como para reducirla a dos bandos. Eso está bien para el fútbol.

En el fondo, la única ideología del correísmo es la conquista inagotable del poder. ¿Se acuerdan de la Constitución de los trescientos años? Así es perfectamente entendible ser de extrema izquierda para quitar la herencia a las familias y, a la vez, de extrema derecha para arriesgarse al etnocidio en la explotación del Yasuní. En la ideología del correísmo resulta lógico, para mantener el poder durante las vacas gordas, gastar y gastar en una orgía populista sin ahorrar medio centavo y al mismo tiempo endeudarse más que nunca en la historia. Como también resulta lógico, para mantener el poder durante las vacas flacas, meterles la mano en el bolsillo a los ciudadanos y raspar hasta el cocolón del ahorro de las familias, aunque sea contra grupos supuestamente protegidos por la “izquierda”, como los maestros, los jubilados, los trabajadores o las amas de casa. Y, por supuesto, resulta asimismo coherente, en su sinfonía totalitaria, que una Revolución dizque alfarista satanice como “ilegítimo” e “ilegal” un paro nacional, cuando la huelga, garantizada en la Constitución de Montecristi, constituye una de las conquistas más emblemáticas del derecho laboral.

Por ello, la Revolución Ciudadana está siempre al revés de sí misma. Puede cobijar en la misma sábana a Jorge Glas y a Ricardo Patiño, sin ningún inconveniente, porque es al mismo tiempo capitalista y socialista, conservadora y progresista, y a veces hasta finge ser de centro, cuando pretende situarse entre el neoliberalismo y la izquierda infantil. Por eso llama al diálogo mientras interrumpe novelas y partidos de fútbol para insultar a los ciudadanos; condena bombas panfletarias mientras gobierna con Alfaro Vive Carajo; asila a Assange y defiende a Snowden mientras publica chats privados de Whatsapp; sermonea sobre justicia social mientras el Presidente goza de dos aviones de lujo pagados con impuestos y la SENAIN espía desde una mansión con piscina incautada a los Isaías. Por eso un día el caudillo proclama que la democracia exige alternancia, al siguiente replica que eso es un discurso burgués y poco después concluye que la reelección tal vez no haga falta, para sin rubor volver a contradecirse pasado mañana.

No debe sorprendernos. Para la Revolución, al fin y al cabo, las palabras, como los votos, no son más que herramientas desechables en su única misión histórica: acaparar la mayor cantidad posible de poder, en una cruzada autoritaria cuya coherencia —quitándole el humor— es del mismo nivel de la simpática Chimoltrufia: “Como digo una cosa digo otra, pues si es que es como todo, hay cosas que ni qué. ¿Tengo o no tengo razón?”

Twitter: @hectoryepezm

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