Máquina de maravillas y pasiones

Sergio Ramírez Mercado
Masatepe, Nicaragua

La Biblia que Rubén Darío leyó de niño se conserva en el museo que es ahora la casa donde vivió, en la ciudad de León de Nicaragua. Es una edición en latín y español en diez tomos, de los que falta el último, impresa en el año de 1858 por la Librería Española de Madrid, traducida de la vulgata latina por don Felipe Scío de San Miguel «conforme el sentido de los santos padres y expositores católicos», y revisada por don José Palau.

Es con fascinación y asombro que Rubén, a la sombra de un jícaro en la soledad del patio de la casa solariega de su tía abuela, debe haber leído acerca de los estragos del diluvio universal. Un niño, igual que le ocurriría a un adulto, no podía dejar de impresionarse al leer que «en el año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, a los diecisiete días del mes, aquel día fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las cataratas de los cielos fueron abiertas, y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches».

Líneas abajo, el cataclismo queda explícito: «Quince codos más alto subieron las aguas, después que fueron cubiertos los montes. Y murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y de bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, y todo hombre…».

Son visiones conseguidas con tal eficacia descriptiva, que no dejarían de perseguir en sueños a aquel niño, y su mente, lo mismo que la nuestra, quedará turbada por la tragedia sin límites que cae sobre la tierra, la soledad de los pocos sobrevivientes, y el horror de saber que toda vida humana, salvo unos pocos, desapareció bajo las aguas encrespadas que subieron hasta la altura del monte Ararat, donde terminó encallando el arca.

La escritura nos hace también pasajeros del arca cargada de animales que huele a pelambre, a orines y boñiga. Es con espanto que nos asomamos a la soledad infinita de esas aguas grises que se confunden con el infinito cielo gris alumbrado a trechos por el deslumbre de fósforo vivo de los relámpagos, mientras aún no cesa de llover, en medio del desamparo que es la mortaja del mundo. Estamos entre los que se han salvado, pero somos capaces de imaginar a los muertos innumerables debajo de las aguas, los cuerpos flotando ya corruptos a la deriva.

Y si buscamos más portentos, hay en el Antiguo Testamento un carro de fuego con caballos de fuego que arrebata a Elías y lo alza hasta el cielo en un torbellino, para no volver a vérsele nunca. Josué, capitán de los israelitas, para terminar a gusto con sus enemigos amorreos, alza los ojos y ordena: «Sol, quédate quieto en Gabaón; y luna, detente en el valle de Ayalón», prodigio que se cumple de modo que el día continúa sin dar paso a la noche.

Pero no bastarían los prodigios. El Antiguo Testamento es un hervidero de pasiones, luchas de poder, disputas de propiedad, celos, envidias, avaricia, traiciones, venganzas, y es lo que lo vuelve un espejo de la vida. Y como en toda historia bien contada, no cesan las contradicciones, como las que surgen a cada paso entre Moisés y los indómitos israelitas a quienes trata de guiar a la tierra prometida.

Se quejan, murmuran contra él, intrigan, se rebelan, desobedecen, y el colmo es que cuando baja del monte Sinaí trayendo las tablas de la ley, encuentra lo que Yahvé ya le ha advertido porque todo lo sabe: han vuelto a la idolatría y danzan como en carnaval alrededor de un becerro de oro, imagen nada menos que del dios de sus peores enemigos, los cananeos, fabricado con las ajorcas de las mujeres, que han sido fundidas por las propias manos de Aarón, su lugarteniente, quien, ante el reclamo airado de Moisés, responde: «tú conoces al pueblo, que es propenso al mal».

Es por eso que este libro ancestral puede leerse como una novela que a la vez de contar hechos admirables, desnuda la condición humana.

Más relacionadas