El silencio latinoamericano

Marcela Vélez-Pliquert
Frankfurt, Alemania

No es extraño escuchar a los presidentes y otros líderes de turno hablar del sueño de “Latinoamérica unida”. Han sido varios los intentos. Ahí están la Comunidad Andina, el Alba, UNASUR, Celac y la más nueva Alianza Pacífico. Pero más allá de costosas sedes y asambleas generales, fotos de presidentes luciendo trajes típicos o con sonrisas de anuncio publicitario, los beneficios que estos bloques han generado a los ciudadanos de sus países son menores, por no decir en algunos casos inexistentes.

El mismo hecho de que existan tantos bloques es el reflejo de un mal profundo que afecta a nuestra región: La incapacidad de unirnos bajo una premisa en común, el respeto de los derechos más fundamentales. Ya sea por intereses electorales y políticos, por falta de participación ciudadana, o simple ignorancia, las sociedades latinoamericanas parecen incapaces de acordar principios mínimos por defender y por los cuales luchar. Por eso el silencio o, directamente, el rechazo a intervenir en la crisis humanitaria en la frontera entre Colombia y Venezuela.

“Los Estados americanos proclaman los derechos fundamentales de la persona humana sin hacer distinción de raza, nacionalidad, credo o sexo”, así dicta la declaración de principios de la Organización de Estados Americanos. La misma organización en la cual cinco de sus miembros votaron en contra, incluyendo Ecuador, y once se abstuvieron de condenar a la agresión venezolana contra ciudadanos colombianos, la deportación injustificada y la separación de familias.

Tampoco se explica la falta de apoyo de otros jefes de Estado de UNASUR a la lucha solitaria del presidente colombiano, Juan Manuel Santos, en defensa de los derechos de sus ciudadanos. No cuando los 12 miembros de este bloque se han comprometido también al “respeto irrestricto de los derechos humanos”.

A pesar de sus fallas y debilidades, nadie puede negar que la Unión Europea aparece hoy en día como el mejor ejemplo de integración regional. Surgida del trauma de dos guerras mundiales, la UE ha sido garantía de paz y una promesa de prosperidad. A diferencia de lo que sucede en los distintos bloques latinoamericanos, el tratado que rige a la Unión Europea, no solo declara el respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, el imperio de la Ley y el respeto a los derechos humanos, sino que establece estos principios como condiciones indispensables para pertenecer a esa comunidad. Su tratado fundador es la directriz base sobre la cual se deben regir las constituciones y sistemas políticos de sus miembros, y de los países que aspiran a ser parte del bloque.

Esto hace que una acción de un estado frente a los ciudadanos de un país vecino, como las deportaciones y desplazamientos de familias colombianas desde Venezuela, sea impensable en la Unión Europea actual. Lo que estaría en juego, la continuidad en el bloque con sus beneficios económicos y de seguridad, es un precio demasiado alto a pagar.

¿Por qué no podemos construir en América Latina un bloque unido? Más importante aún, cabe preguntarse, ante lo que se vive hoy en la región: ¿Por qué somos capaces de callar, de mirar a otro lado, cuando un país agrede a otro, o cuando un Estado agrede a sus propios ciudadanos?

La respuesta está en el poco valor individual que realmente le damos a los derechos humanos. Mientras en Europa los ciudadanos son conscientes tanto de sus deberes como de sus derechos y los gobiernos son vistos como servidores públicos (sobre todo en los países del norte), en América Latina aún somos capaces de renunciar a nuestro derecho a un sistema judicial imparcial, o a nuestra libertad de expresión, a cambio de subsidios o de un “castigo a los ricos”. Así con menos razón podremos unirnos en la defensa de la dignidad  y el derecho de nuestros vecinos.

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