Las lecciones del chavismo

Lilian Tintori, esposa del líder opositor encarcelado Leopoldo López, sostiene una carta escrita por su esposo con un mensaje para todos sus partidarios en Caracas, Venezuela, el viernes 11 de septiembre de 2015. López afirmó el viernes que, a pesar de la sentencia que lo condenó a casi 14 años de prisión, está decidido a seguir luchando pacífica y democráticamente para lograr un cambio en Venezuela. (Foto AP/Ariana Cubillos)

Mauricio Maldonado Muñoz
Génova, Italia

Ya nada de lo que suceda en Venezuela puede sorprender. El chavismo, uno de los más grandes fracasos políticos contemporáneos, ha sumido a ese país en la escasez, la violencia y la crisis. Todo mientras un gobierno inoperante busca excusas para su descalabro. O, al menos, buenas distracciones: la frontera con Guyana, la frontera con Colombia, el imperio, etc., todo sirve si de enmascarar su colosal fracaso se trata. A su vez, los partidarios de Chávez hasta le rezan mientras Maduro ha llegado a verlo en forma de pájaro y otros lo recuerdan porque les conviene. Ese culto a la personalidad es, hoy, sólo uno de los síntomas de una enfermedad que hace rato padece Venezuela: la dictadura. Ya nadie sensato lo duda.

Sin separación de poderes, sin certeza de cómo se llevarán adelante las elecciones parlamentarias de diciembre, sumidos en la violencia, los venezolanos ven, además, cómo se persigue y criminaliza de forma burda a algunos opositores. Esa es la Venezuela del chavismo. Y el último “pez gordo” que este sistema corrompido ha atrapado es, lamentablemente, Leopoldo López. Y eso que hasta la ONU y la Unión Europea han tratado de interceder, pero la dictadura sigue usando sus armas: López ha sido condenado hace pocos días a 13 años de cárcel en un proceso sin garantías a cargo de una jueza de dudosa probidad. Todo, mientras la Unasur, que hasta ahora ha servido para poco y nada, sobre todo para la parafernalia, se hace de oídos sordos y se tapa los ojos con una venda. Así son los tiempos del neo-populismo latinoamericano: la “justicia” con los ojos bien abiertos y apuntando su espada contra los inocentes, y los censores con los ojos vendados y los oídos tapados como si no fuera con ellos. Pero, eso sí, con la lengua bien afilada.

¿Cuán más bajo se puede caer? ¿De qué otras cosas más es capaz el chavismo? Nadie lo sabe. Y, como dije al principio, ya nada sorprende. Sin embargo, con ansias se espera que en diciembre se produzca un cambio dentro de la poca institucionalidad que le queda a Venezuela. Si todo va como indican las encuestas, esta vez la oposición debería ganar con al menos veinte puntos de diferencia. En cualquier lugar del mundo, esto permitiría avizorar un cambio político. Pero en Venezuela abundan las dudas. Nadie cree que el chavismo vaya a querer irse tan fácilmente del poder. Y eso preocupa en demasía. El futuro de los venezolanos está, de alguna manera, hipotecado. Más bien, echado a la suerte. Y quizás esto es lo que molesta más de una aventura como el chavismo. No sabría decir, ya en este punto, si alguna vez tuvieron buenas intenciones. Pero si existieron, se fagocitaron a sí mismas por un programa político personalista que se basaba, como se basan todos los despotismos, en la creencia de que un grupo de tecnócratas tiene derecho a decidir acerca de la vida de los demás como si fuesen simples piezas de ajedrez.

López es una víctima visible, pero también hay muchas (muchísimas) víctimas invisibles. Víctimas de la violencia física, de los saqueos, de la persecución y hasta de la muerte provocada por un clima de violencia inaudito. Lo que queda claro es que, pase lo que pase, Venezuela no se recuperará completamente sino después de décadas. Una pena. Pero también, ojalá, una clara advertencia para los demás países de la región. La historia de los autoritarismos no ha acabado. No importa de qué impronta ideológica, siguen acechándonos. El problema es, quizás, que mucho más que en otros partes del mundo, los latinoamericanos tendemos a olvidarnos fácilmente de nuestra historia. Y tropezamos, por esto, una y otra vez con las mismas piedras. Así, América Latina resulta ser una región de eternos contemporáneos: sin un pasado y con un dudoso futuro, para mal de todos.

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