Los enemigos del pueblo

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

El gran teatro político, ese capaz de alumbrar las tinieblas, se caracteriza esencialmente por su capacidad de remover la consciencia moral de las sociedades. Christoph Baumann ha tenido la audacia de presentar en la Fiesta Escénica de Quito ‘Un enemigo del pueblo’, la obra maestra del dramaturgo noruego Henrik Ibsen. Una obra política y moral como pocas, pero además pertinente y actual.

Fue Roberto Aguilar quien adaptó el texto de Ibsen a nuestra lengua y a nuestro tiempo. En esa elección Baumann fue perspicaz y responsable. El actor y director alemán, que se radicó en Quito, no declina en su necia creencia de ver al teatro como una poderosa arma política en el sentido filosófico del término.

El tejido de la obra es, por lo demás, genial. El médico de un balneario, después de realizar pruebas científicas, descubre que las aguas termales tienen residuos tóxicos y muy perjudiciales para la salud humana. Ante tan terrible verdad el Dr. Ayora acude donde su hermano, el alcalde del pueblo, para hacerle conocer el descubrimiento y que el municipio proceda a cerrar el balneario mientras se realizan los trabajos para limpiar las aguas.

La respuesta del alcalde es categórica: el balneario constituye la principal fuente de ingresos económicos para el pueblo, por cuanto hacer público el problema de la contaminación de las aguas es impensable. Peor aún cerrar el balneario. Además, la contaminación era el resultado de que en las vertientes del río se depositaban los desechos de los criaderos de cerdos y pollos cuyos dueños eran los ricos de esa desafortunada aldea. Y no se podía perjudicar sus negocios.

Indignado, el Dr. Ayora acude donde el periodista Tinoco, el editor del periódico local, para publicar la denuncia. Ignora el médico que el rotativo, por sus problemas económicos, ha caído bajo el control de empresarios de la Cámara de Turismo, a quienes no les conviene tener impases con el alcalde. Entonces la prensa decide proteger el secreto de las aguas contaminadas y no publica el escandalo. Además, nadie quería sufragar los gastos millonarios que hubiera implicado el saneamiento del balneario.

En su desesperada convicción por la verdad, el Dr. Ayora convoca a una asamblea del pueblo para dar a conocer el contenido de su denuncia. Horas antes el alcalde declara de utilidad pública el predio de la reunión y acude al acto organizado por el médico con sus simpatizantes y una banda de música que toca el himno nacional cada vez que el Dr. Ayora intenta pronunciar su discurso.

Instalada la Asamblea el alcalde, en complicidad con la prensa y los empresarios, pide que se declare al Dr. Ayora como “enemigo del pueblo” por sus intentos de “desestabilizar el gobierno local”. Además, pide a la Asamblea que se le prohíba el uso de la palabra, por poner en peligro la seguridad de la comunidad.

Entonces el médico vive un momento de catarsis y exclama su verdadero descubrimiento: que la inmundicia de las aguas no se compara a la podredumbre moral del pueblo, que vive en la mentira y la enarbola por conveniencia. Un pueblo capaz de vender los más esenciales principios de la ética a cambio de mantener el estado oprobioso de las cosas, sosteniendo a autoridades que alimentan esa inmoralidad y ese sistema corrupto. “Borregos –les dice el Dr. Ayora–, nunca van a cambiar”.

Uno de los grandes conflictos morales que el Dr. Ayora enfrentó fue la certeza de saber que su familia podría verse perjudicada por su denuncia, ya que él era su principal sustento económico. Y de hecho, la represalia del alcalde no se hizo esperar, el Dr. Ayora perdió su trabajo. Ayora entendió que el verdadero legado a sus hijos era la coherencia y la valentía. Entonces cayó en el ostracismo y entendió que, ya sin remedio, se había convertido en el más nefasto enemigo de un pueblo que relativizó las grandes verdades de la moral y enarboló la desvergüenza. Se queda absolutamente solo. La última línea de la obra de Henrik Ibsen es, justamente: “El hombre más fuerte del mundo es el que más solo permanece”.

La obra que Baumann ha puesto en el escenario del Teatro Sucre de Quito me ha llevado a pensar en la larga lista de “enemigos del pueblo” de nuestro entorno. ¿No es acaso la historia del Dr. Ayora la de una gran cantidad de hombres y mujeres condenados al fusilamiento mediático y al ostracismo por el poder político de turno? Quizá por eso fue Roberto Aguilar, otro enemigo del pueblo, quien adaptó la obra del noruego para el publico quiteño.

En efecto, muchos fueron condenados por el oprobio y sus sabatinas en virtud a su condición de enemigos públicos. Era imposible, al ver la obra de Ibsen, no pensar en Jorge Ortiz, Martín Pallares, José Hernández, Carlos Vera, Janeth Hinostroza, el mismo Roberto Aguilar y otros nombres que integran la lista inmoral de valientes periodistas perseguidos por el correísmo. Cuando escribo esto, el gobierno pretende declarar como “enemigo de pueblo” a Fundamedios.

Nunca imaginé vivir algunos de los días más ignominiosos de la historia ecuatoriana, en donde nuestro principal problema no tiene que ver con los precios del petróleo ni con la reelección indefinida, ni siquiera con la erupción del Cotopaxi, sino con la podredumbre moral de un país que ha tolerado tanto tiempo, e incluso ha sostenido y celebrado, los violentos exabruptos, caprichos y onanismos de un autoritarismo que hace fiel homenaje a las conductas más exquisitas de los sátrapas de la historia humana.

Entonces escribo esta columna para agradecer a Christoph Baumann y a Roberto Aguilar, así como a los actores Alfredo Espinosa (Dr. Ayora), Pablo Aguirre, César Salazar, Valentina Pacheco, Alejandra Albán, María Beatriz Vergara y Julia Silva, por su trabajo y por ofrecernos eso que solo el gran teatro logra con su catarsis: la reactivación de la conciencia. Sin duda, hay tres cosas que sobre todas las otras superan a la política y vencen las miserias del poder humano. Esas son el teatro, el teatro y el teatro.

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