Elocuentes contradicciones

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a la izquierda, y el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, agitan sus puños durante una sesión en el recinto legislativo en Caracas, Venezuela, el lunes 6 de julio de 2015. (AP Foto/Ariana Cubillos)

Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

La Corte Interamericana de Derechos Humanos hizo público, días atrás, un histórico fallo condenando a Venezuela por violación del Pacto de San José y ordenándole la renovación de la frecuencia de Radio Caracas TV a su concesionaria. Es probablemente una de las sentencias más importantes que haya dictado la Corte en materia de libertad de expresión desde que incursionó en esta área en 1985 con su Opinión Consultiva sobre La colegiación obligatoria de periodistas. En sus más de 120 páginas, sin contar con algunos votos concurrentes y disidentes que sostienen que la mayoría debió ir más lejos aún, la sentencia da importantes luces sobre las variadas aristas que confluyen hoy en día en el ejercicio de la libertad de expresión; y, en particular, ahonda en la figura del desvío del poder de larga tradición jurídica en el derecho administrativo. Un fallo cuyos argumentos, dicho sea de paso, son plenamente aplicables al reciente atropello a Fundamedios.

Los gobernantes venezolanos anunciaron que no acatarían la sentencia. El presidente del Poder Legislativo, Diosdado Cabello, hasta dijo que la Corte Interamericana debía doblar su sentencia y metérsela… en su bolsillo. El desacato de Venezuela es un duro golpe al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Por ello es que habría sido importante que organismos regionales como la Unasur, la OEA y, en general, los gobiernos latinoamericanos hubiesen respaldado a la Corte Interamericana y condenado a Venezuela.

Pero nada de ello sucedió. No obstante la enorme contribución que hace la sentencia para la protección de los derechos humanos, la posición de Venezuela fue recibida con silencio por parte de Unasur y muchos gobiernos.

Esta actitud contrasta visiblemente, casi burdamente, con lo sucedido con la reciente sentencia que condena a 13 años de cárcel al líder de la oposición política de Venezuela Leopoldo López. Una sentencia que mancha de vergüenza la conciencia democrática, o lo que queda de ella, de América Latina y el mundo, y que ha provocado la justa indignación de organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos de gran prestigio mundial, como es Amnistía Internacional.

Si el silencio de los gobernantes latinoamericanos ante el atropello sufrido por Leopoldo López es asombroso, más lo es el que la Secretaría de la Unasur, de forma oficiosa, haya emitido una formal declaración en la que proclama su respeto por la sentencia dictada contra Leopoldo López por provenir de autoridades jurisdiccionales de un miembro de dicha organización. Añadiendo, en una innecesaria muestra de sarcasmo que ignora el dolor que pasa su familia, que “confía” en que a López le vaya bien con su apelación.

Cuando los gobernantes de Venezuela le dicen a la Corte Interamericana que se meta la sentencia en el caso de Radio Caracas en su bolsillo, asestando así un estacazo al régimen internacional de derechos humanos, cuya vigencia debería ser una preocupación de todas las instituciones regionales, la Unasur guarda silencio. Pero cuando López es condenado por su oposición política, Unasur, sin que nadie se lo pida, salta a defender a las cortes venezolanas. (O)

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