Demasiada felicidad

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Sospecho que sin los libros me hubiera vuelto loco. Una parte fundamental de mi vida ha tenido lugar en los insospechados paisajes ficcionales creados por los narradores que he leído. Así conocí Europa antes de poner mis pies sobre ella: el París de Cortázar, el San Petersburgo de Tolstoi, el Londres de Dickens. Gracias a los libros nació mi amor por el Nueva York de Salinger, de Melville, de Dos Passos, de Capote y de ese genio Francis Scott Fitzgerald.

Gracias a Alice Munro, la Nobel de Literatura 2013, he tenido la oportunidad de explorar las provincias canadienses de Ontario y la Columbia británica, así como la imagen clara y hasta cierto punto radiante de ciudades como Victoria, Vancouver y Toronto.

Su libro ‘Demasiada felicidad’ (Lumen, 2010) es sin lugar a dudas un manual sobre la escritura de cuentos. Hablar de Munro, muy probablemente, implica referirse a la mejor cuentista viva en todas las lenguas. No es exageración que sus compatriotas la llamen la “Chejov canadiense”. En realidad, el género del cuento ha alcanzado uno de sus puntos más altos gracias a sus manos.

Recuerdo que la Academia Sueca, el día en que le concedió el Premio Nobel, calificó el estilo de Munro como “realismo psicológico”. Fue acertada la reflexión de los suecos: en los cuentos de la canadiense hay un profundo e íntimo conocimiento de la mente humana. De hecho, ese es el material esencial con el que ella ha trabajado y levantado su obra.

Pero además, son cuentos que sólo son posibles gracias a un alto sentido de madurez y lucidez femeninas. Es posible que ni siquiera el mismo Chejov hubiera podido presentar los dramas humanos con esa sensibilidad descarnada de Munro. Con su empatía. Ella escribe desde la mujer que es y sobre las mujeres reales o imaginadas que la han impresionado o conmovido. Me atrevo a pensar que todos los personajes de Munro le enseñan algo.

Escribo este artículo para agradecer a Alice Munro. Su libro apareció en mi vida cuando mi relación con el género del cuento atravesaba, quizá, uno de los momentos más tensos. Ella me recordó que la mente humana tiene sus terrenos pantanosos y que es en esas regiones oscuras en donde el cuento es posible. Y es que el género del cuento requiere lectores de cuentos, gente valiente que esté dispuesta a quebrarse y a recibir un golpe revelador, pero que sabe que después de la conmoción y a veces del dolor, los seres humanos crecemos y percibimos con mayor claridad lo que justifica nuestras vidas.

Munro me recordó, también, que la escritura de cuentos es una aventura peligrosa y mientras más peligrosa, más fascinante. Lo narrado es en realidad un conjunto de pistas que le sirven de ayuda al lector para aproximarse a las impactantes historias que permanecen ocultas, tras las palabras. Sus cuentos no les temen a las estructuras complejas: sus saltos de párrafos a veces implican saltos de varias décadas. En los cuentos de Munro suceden vidas enteras y ella tiene la capacidad y el talento milagroso de extraer de esas vidas lo más destacable, que a veces es lo más sórdido pero también lo más generoso y bello.

La lectura ha sido siempre la actividad seria y fundamental de mi vida. Todo lo demás han sido pasatiempos. Siempre le quité tiempo a los deberes del colegio para leer los libros que tanto me entusiasmaban. Nunca he leído tanto como durante mis años universitarios. Gracias a Alice Munro confirmo que el camino hasta ahora transitado fue el correcto.

El último relato, el que da el título del libro, describe los días que desembocaron en la muerte de Sofía Kovalevski, una prestigiosa matemática y novelista rusa que supo, como supieron los griegos, que las ciencias y las artes en realidad son almas gemelas. Quizá Munro lo comprende también, por eso sus cuentos tienen precisión matemática. El de Kovalevski es un relato durísimo, en realidad desolador, pero ese descubrimiento del maravilloso sentido de la condición humana que Alice Munro logra en todos sus cuentos nos lleva inevitablemente a experimentar instantes de felicidad. Instantes de demasiada felicidad.

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