Las tribulaciones del “mestizo disfrazado de indígena”

Hijo de misioneros norteamericanos, se crió junto a los Cofán en la Amazonía ecuatoriana y ahora es uno de ellos. Así se autoidentifica y así le identifican. Y no hay pleito. ¿O sí?

¿A quién le corresponde clasificarnos como indígenas, mestizos, montubios, blancos, afrodescendientes o lo que sea? Lo que rige actualmente en el censo es la autoidentificación “según cultura y costumbres”. Pero hay indicios de que el jefe de estado (es decir, el jefe del legislativo, del ejecutivo, del judicial, etc.) considera que es él quien debería decidir. Por eso acusa a “mestizos” de andar “disfrazados de indígenas”. Lo que no se sabe es cómo determina él quién es qué o, mejor dicho, quién es un impostor racial y quién es racialmente auténtico.

En la Sudáfrica del apartheid, la Oficina de Clasificación Racial determinaba quién era blanco, negro o coloured (mestizo) mediante el pencil test o prueba del lápiz. El test consistía en colocar un lápiz entre los cabellos del no-clasificado, y observar si éste caía o permanecía en la cabeza del susodicho. La lógica era pueril: a mayor ensortijamiento de los cabellos, menor posibilidad de que el lápiz cayera; y, oficialmente, los crespos eran los afros.

Los que aquí decretan quién es un impostor racial, al parecer, no disponen de métodos tan sofisticados como el pencil test. La clasificación se hace “al ojo”. Los rasgos faciales, la tez de la piel y quizá la estatura servirían para determinar quién es qué según no sé qué criterios. El primero en el banquillo de los acusados es Carlos Pérez Guartambel, dirigente de la Ecuarunari, quien, según se ha dicho, “por dignidad debería guardar silencio”.

De ello se sigue que la clasificación racial no es anodina porque, si uno es tachado de “mestizo disfrazado de indígena”, pierde toda legitimidad, no tiene derecho a manifestarse libremente (o libre de toletazos), ni a ser escuchado. Lo terrible es que una vez hecha la acusación es imposible refutarla; el ojo del evaluador es infalible.

Todo esto no es nada nuevo. La figura del impostor racial no es sino uno más de los avatares que ha producido la empresa deslegitimadora del correísmo. En el banquillo de los acusados, junto al “mestizo disfrazado de indígena”, se sientan los “banqueros populacheros”, los “líderes sindicales del siglo XIX”, los “periodistas deshonestos”, las “extranjeras que se meten a hacer política”, y otros cuantos. La lógica es pueril: la legitimidad – única y todopoderosa – está en la obscenidad de los porcentajes de voto y en ningún otro lado.

Ojalá no prosperen las clasificaciones raciales decimonónicas en el estado intercultural y plurinacional del Ecuador y se reconozca, sin equívocos, que Randy Borman y Carlos Pérez Guartambel son indígenas (sin disfraz) porque así se autoidentifican y así se les identifica. El reconocimiento es la condición sine qua non de la dignidad de un individuo. De ahí se desprende la libertad de manifestarse y el derecho a ser escuchado.

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