Las mejores listas del año

En mil novecientos cincuenta y seis, mi padre llegó a Caracas desde Vigo, tenía diecisiete años. En el dos mil siete, yo puse rumbo desde Caracas a España, tenía diecinueve años. Ambos con nada. Jóvenes de aldea. Él dejaba el campo, yo una vida acomodada. Él huía del durísimo servicio militar franquista, o al menos eso dice; yo huía de una situación social complicada, o al menos eso digo. Entiendo que, al igual que yo, al igual que todos, mi padre oculta cosas que posiblemente ya olvidó.

En el dos mil catorce, ya con casi ochenta años, mi padre huyó a España y yo al Reino Unido. Ambos en el mes de septiembre. Mis padres llegaban desde Venezuela a España y, una semana después, yo ponía rumbo al norte. Ellos debido a una situación social insostenible y yo por lo mismo. O al menos eso decimos.

El veinte de diciembre del dos mil quince, estamos los dos sentados en una pequeña aldea cercana a la ciudad Vigo viendo los resultados de las elecciones generales españolas. Huele a orujo, a barril, a leña, y mi padre ha decidido interpretar mi pesimismo sobre el viejo continente llamándome, a modo de insulto, comunista. Pienso en mis amigos progresistas que han decidido interpretar mi pesimismo sobre el rumbo de la América Latina llamándome, a modo de insulto, liberal. En un seminario de profesores de español preguntan quiénes son españoles, amago a levantar la mano; quiénes son latinoamericanos, amago a levantar la mano. La profesora me mira. Pienso mucho en Max Aub.

No soy de aquí ni soy de allá, que decía el cantante.

Qué separa al que huye y al que se queda. Quizás, siguiendo a Camus, sea el suicidio. El único problema filosófico verdaderamente serio. Hay una identidad suicida que lo pierde todo una vez da ese paso hacia el desarraigo, y otra que decide resistir. Dicen las estadísticas que los niveles más altos de suicidios se dan en los jóvenes y en los mayores de sesenta y cinco. Tendría sentido dentro de la trayectoria suicida de mi padre. Aún no lo sé en la mía. Pero quién confía en la estadística, sólo los presidentes están tan desesperados.

Entonces, el que se queda y mira adelante y decide vivir sin necesidad de ir a un psicoanalista identitario, y dice que todo esto tiene sentido, que beso el paisaje y aquí estoy yo, en cada esquina, en cada recuerdo de las farolas de mi barrio. Esta persona que se queda, en qué piensa cada mañana, de qué se compone esa nada que nos separa si somos iguales. Ambos queremos follar, tener tiempo y amigos, algo de comer, un poco de abrigo. Fechas, costumbres, compañía y rutinas. Derechos básicos dicen los políticos. Ver el sol por la mañana. Pero nadie siente igual, nadie vive igual la monotonía de los paisajes, del día a día. Las teorías se nos rompen en las manos.

Es costumbre hacer listas en estas fechas. Las imágenes del año. Los libros del año. Yo leo muchas con atención, asombrado ante la incapacidad que tengo para enumerar cosas. Posiblemente sólo puedo hacer una lista de las diásporas interiores que he descubierto este año, de estos personajes que surgen en mi memoria y de los que me pregunto cosas pero nunca escribo nada porque no llego a nada y no sé escribir sobre nada, de los amigos que he olvidado y ya no sé dónde están, de todas las ciudades que he visitado desde el autobús camino a la oficina cada mañana, de las cartas que no escribí por miedo, de las cosas que dejan de apilarse en mi memoria, de los sitios, de los artículos que he leído en el periódico con morbo de prensa rosa, de las historias que olvido cuando miro por la ventana, de la gente, de los miedos, de los pasillos de las bibliotecas, de las caras, de los últimos días.

En estos días, todos, podríamos hacer una lista de las listas que no queremos hacer. Una lista de las listas de las que huimos. Una lista de las guerras íntimas y las batallas perdidas.

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