Una traición llamada Kindle

Era la segunda vez en mi vida que asumía ese reto. Entre la primera lectura y esta reciente lectura, me había acercado a El Quijote con lo que podría llamar, un espíritu utilitario en búsqueda de temas específicos. La primera vez que lo leí completo lo hice en una edición de Alianza Editorial, en dos volúmenes que venían en estuche de cartón.

En esta segunda ocasión recurrí a una edición de Planeta a cargo de Martín de Riquer, un especialista en Cervantes, cuyas notas y explicaciones son de gran ayuda para el lector. Los dos partes de El Quijote forman un grueso volumen de 1.181 páginas. Nuevamente, El Quijote me atrapó, con más intensidad que la primera vez y lo leí con una extraña lucidez, con fascinación, y si bien me hizo reír hasta las lágrimas, me sorprendió la dureza de la historia. Llegué hasta el capítulo XXXI de la Segunda Parte y debí viajar. En el avión busqué el libro en mi mochila y no lo encontré. Lo había dejado en casa. Pocas veces lamenté tanto un olvido.

Llegué a mi destino, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Y aún allí en esa abrumadora oferta de libros y novedades —miles y miles de volúmenes sobre todos los temas imaginables— no me olvidé de El Quijote. Pero carecía de sentido comprar otro ejemplar: no sólo que tenía la maleta atiborrada de libros, sino que en casa me esperaba El Quijote.

Entonces apareció Kindle. Dudas iban y venían durante la larga discusión con el vendedor de Kindle en el stand de Amazon. Intenté rebatir cada uno de sus argumentos: la sensación del papel en las manos, la posibilidad de escribir notas y de subrayar una frase poderosa, aquellas que expresan lo que nunca se pudo expresar, y así, hasta objetar la duración de la batería. No pude con sus argumentos y me fue atrapando en su verborrea tecnológica hasta que di con la pregunta que creí que le derrotaría y me permitiría escapar: «¿Existe una versión de El Quijote en ebook?». «Por supuesto», respondió y en un instante ubicó por lo menos cuatro ediciones. No tuvo que decirme que había una promoción de kindle, compré el aparato y en el hotel, retomé la lectura en el capítulo XXXI de la Segunda Parte. Al igual que la primera vez apenas no pude con la emoción de encontrarme con Don Quijote.

Me aproximaba al final. El Quijote había sido derrotado por el Caballero de la Blanca Luna en Barcelona y regresa a La Mancha. El último diálogo con Sancho es revelador del cambio radical del personaje:

«Perdóname, amigo, —dice El Quijote a Sancho— de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en el que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.» Pocas líneas después dice: —Señores —…—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha y agora, como he dicho, Alonso Quijano, el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía…»

Un diálogo cargado de símbolos contiene a mi juicio la clave de El Quijote. La súbita cordura de don Quijote es ruptura de la razón con el mundo medioeval e ilusorio de los caballeros andantes. También es la apertura de una brecha en la que Cervantes desplegó el juego de la ficción literaria, el de la novela, inventado por él. Contiene a la vez un acertijo que contradice la relación entre locura y muerte: cordura y muerte se convirtieron en el sino de la modernidad.

En el mundo ilusorio de los caballeros andantes en que transcurre la obra, a pesar de ser aporreado y zaherido, a pesar de perder los dientes y tener las costillas rotas, un halo de inmortalidad rodea a El Quijote y además, vive una interioridad sin culpa, una conciencia más allá del bien y del mal. Al recuperar la razón ese halo desaparece: la cordura se presenta junto a la muerte y al nacimiento de una conciencia culpable que pide perdón para ser aceptado nuevamente en sociedad, como Alonso Quijano, El Bueno, un hombre de carne y hueso, un moribundo.

Cervantes renunció a dejar que El Quijote muera en la ley de su delirio caballeresco y optó por llevarlo al lecho de muerte plenamente cuerdo. Al hacerlo, inauguró la modernidad: el imperio de la razón, de la cordura, de la conciencia culposa. Paradójicamente, en ese momento Cervantes sentó las raíces de la ficción novelesca, la única en la que es posible la ausencia de culpa y a la vez, la vivencia de todas las culpas. Se la puede leer en los amados libros de papel y tinta o en la evanescente pantalla de un o una kindle.

Fue entonces que consumé mi traición y busqué las Novelas Ejemplares y me enteré de la sorprendente vida del licenciado Vidriera.

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