Los que están más allá del bien y del mal

Tales instituciones fueron conocidas bajo el nombre de Inquisición.  La más notable de ellas fue fundada en 1478 por Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla, como dependencia directa de la corona: El Tribunal del Santo oficio encabezado por el más cruel y fanático de los inquisidores, Fray Tomás de Torquemada.

La Inquisición es recordada principalmente por dos motivos: Su influencia –no necesariamente positiva– en el desarrollo del derecho procesal; y los atropellos cometidos en nombre de la fe que necesariamente habrían de ser categorizados en la actualidad como violaciones de derechos humanos, particularmente al debido proceso.

Claro, en su tiempo quienes integraban estos órganos de investigación y juzgamiento estaban más allá del bien y del mal, no tenían que rendir cuentas de sus abusos, dictaban sus propias reglas y las aplicaban con un sentido utilitario, otorgándoles según la ocasión y el acusado una interpretación más amplia o más restringida.  No solo eso, presumían tener un carácter infalible y jamás reconocían sus errores, tanto así que el Cardenal Ratzinger en calidad de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe –como se llama actualmente a lo que fue la Inquisición medieval– y luego como Papa, sostuvo que el astrónomo italiano Galileo Galilei había sido correctamente juzgado y condenado en 1616 por la Inquisición Romana por proponer sin suficiente evidencia científica para la época la teoría heliocéntrica que plantea que la tierra gira alrededor del sol, en desafío de la teoría geocéntrica de Ptolomeo que plantea que el sol y los demás cuerpos celestes giraban alrededor la tierra.

Entre las características más notables del proceso inquisitorial estaban: La apertura del procedimiento en virtud de denuncias anónimas; la investigación secreta sin posibilidad para el acusado de conocer los motivos de la acusación, la identidad de los testigos de cargo, el alcance de sus declaraciones, los documentos presentados en su contra, y en general cualquier elemento de evidencia; la incomunicación del acusado, inclusive respecto de los propios inquisidores que no podían hablar con él sino en presencia de otra persona; la parcialización del tribunal que era simultáneamente parte interesada en la causa como órgano acusador e investigador; la sustitución de la presunción de inocencia por la denominada opinio malis –presunción de culpabilidad–; la inversión de la carga probatoria de manera que el acusado debía probar su inocencia en lugar que la acusación probara sus imputaciones; etc. (véase al respecto, GALLOIS, Léonard. Historia General de la Inquisición. 1869).

Ahora bien, a pesar que la Inquisición como mecanismo de persecución se extinguió hace ya casi dos siglos, en el Ecuador revolucionario han proliferado las entidades que pretenden ser herederas de la tradición de Torquemada y tener la prerrogativa de desconocer las más elementales garantías del debido proceso consagradas en la propia Constitución de la República y en los instrumentos internacionales de derechos humanos.  Destacan aquellas que dizque pertenecen a la función de transparencia.  Esas superintendencias creadas por leyes para la persecución de nuevas formas de herejía como la libertad de expresión o la libertad de empresa.

El 13 de octubre de 2011 entró en vigencia en Ecuador la Ley Orgánica de Regulación y Control del Poder del Mercado –LORCPM–, entre cuyos principales objetivos se encuentra “evitar, prevenir, corregir, eliminar y sancionar el abuso de operadores económicos con poder de mercado” (artículo 1). Para alcanzar tales cometidos, la Ley establece una Superintendencia de Regulación y Control del Poder del Mercado –SRCPM– con capacidad sancionatoria (artículo 36) y amplias facultades de investigación (reguladas a partir del artículo 48).

La Corte Interamericana ha señalado de manera reiterada que las garantías del debido proceso son el conjunto de requisitos que deben observarse en todas las instancias procesales a efectos de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier tipo de acto del Estado que pueda afectarlos, y que tales requisitos no se limitan a procedimientos de tipo judicial sino que se extienden también a los administrativos pues como ha resaltado la misma Corte en el caso Claude Reyes, los Estados también otorgan a autoridades administrativas, colegiadas o unipersonales, la función de adoptar decisiones que determinan derechos.

También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que las personas tenemos derecho a que en los procedimientos administrativos se nos aseguren las garantías de debido proceso establecidas para el ámbito penal en el artículo 8.2 de la Convención Americana, en lo que resulte pertinente tomando en cuenta el carácter sancionatorio de este tipo de procedimientos.

Sin embargo hay aspectos elementales del derecho al debido proceso que están siendo inobservados por la SRCPM en las investigaciones que adelanta, a saber:

  • el principio de publicidad procesal y por ende el derecho a la defensa, pues a partir de una malinterpretación de la LORCPM y su reglamentación, que establecen deberes de confidencialidad para quienes intervienen en el proceso de investigación, se está impidiendo a los investigados acceder al expediente instruido en su contra, tal como en la época de la inquisición ¿Cómo puede defenderse eficazmente quien desconoce el alcance de la acusación en su contra y las pruebas que la sustentan?;
  • la imparcialidad que debe caracterizar a la autoridad encargada de resolver, pues el mismo ente administrativo es juez y parte, y se permite realizar calificaciones anticipadas de responsabilidad en ruedas de prensa públicas, sin haber siquiera escuchado los descargos de los investigados. Téngase en cuenta que la imparcialidad implica ausencia de un interés en la decisión del asunto, excepto la recta aplicación de la justicia, lo que no ocurre en estos procedimientos;
  • la presunción de inocencia –que bajo la Constitución ecuatoriana es un estado de inocencia– toda vez que la SRCPM conduce el proceso bajo una presunción de culpabilidad de los investigados, llegando al punto de instarles públicamente a “aceptar” sus responsabilidades y suscribir acuerdos de cese de investigación para beneficiarse de un “descuento” en las cuantiosísimas multas que el órgano impone; emulando la monición que los inquisidores hacían al hereje para que confiese y de ese modo evite la hoguera –igual moriría pero de una forma “más cristiana”–.

Respecto a estas violaciones al debido proceso que, entre otras, comete la SRCPM en sus investigaciones, debemos tomar en cuenta los siguientes estándares internacionales:

El principio de publicidad de las actuaciones procesales contenido en el artículo 76.7.d de la Constitución, en el artículo 8.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y en el artículo 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, tiene como fundamento la necesidad de garantizar la transparencia en las actuaciones de la administración pública y facilitar la vigilancia ciudadana de la regularidad de tales actuaciones. Al respecto la Corte Interamericana señaló en el caso Palamara que “[l]a publicidad del proceso tiene la función de proscribir la administración de justicia secreta, someterla al escrutinio de las partes y del público y se relaciona con la necesidad de la transparencia e imparcialidad de las decisiones que se tomen. Además, es un medio por el cual se fomenta la confianza en los tribunales de justicia. La publicidad hace referencia específica al acceso a la información del proceso que tengan las partes e incluso los terceros”.

La declaratoria de secreto o reserva de sumario es una medida de carácter excepcional, tendiente a garantizar la integridad de las investigaciones o los derechos de las partes involucradas.  Tal secreto o reserva jamás puede extenderse a los sujetos del proceso de que se trate pues en tal caso se vulneraría la posibilidad de defensa efectiva al desconocerse aspectos esenciales de la investigación como el fundamento de las acusaciones realizadas o la prueba que sustenta las mismas.

La misma Corte Interamericana, al examinar la reserva de las actuaciones de un proceso de investigación que impedía el acceso al expediente del propio investigado señaló en el caso Barreto Leiva que, aun reconociendo

[…] la existencia de la facultad e incluso la obligación del Estado de garantizar en la mayor medida posible el éxito de las investigaciones y la imposición de sanciones a quienes resulten culpables, el poder estatal no es ilimitado.

[…] el artículo 8.2.c de la Convención, […] obliga al Estado a permitir el acceso del inculpado al conocimiento del expediente llevado en su contra. Asimismo, se debe respetar el principio del contradictorio, que garantiza la intervención de aquél en el análisis de la prueba.

Si el Estado pretende limitar este derecho, debe respetar el principio de legalidad, argüir de manera fundada cuál es el fin legítimo que pretende conseguir y demostrar que el medio a utilizar para llegar a ese fin es idóneo, necesario y estrictamente proporcional. Caso contrario, la restricción del derecho de defensa del individuo será contraria a la Convención.

Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos consideró en el caso Rojas de Negri y Arancibia que “[…] el abusivo empleo del secreto del sumario […] ha provocado una imposibilidad práctica de tener acceso a elementos fundamentales del proceso”. Y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha manifestado en la Observación General 32 que, en principio, los procesos sancionatorios deberán ser públicos, pues la publicidad asegura la transparencia de las actuaciones y constituye así una importante garantía que va en interés de la persona y de la sociedad en su conjunto.

Sobre la garantía de imparcialidad de la autoridad decisora, la Corte Interamericana estableció en el caso Vélez Loor que debe “regir a todo órgano encargado de determinar derechos y obligaciones de las personas”.  El mismo Tribunal señaló en el caso Herrera Ulloa que se debe garantizar que el juez, tribunal u órgano administrativo de decisión en el ejercicio de su función cuente con la mayor objetividad para enfrentar el juicio.  Esto permite a su vez, que los tribunales inspiren la confianza necesaria a las partes en el caso, así como a los ciudadanos en una sociedad democrática.

A su vez, la CIDH ha establecido en su informe sobre Terrorismo y Derechos Humanos que el requisito de imparcialidad “exige que el juez o el tribunal [en el tema que nos ocupa la SRCPM] no abrigue sesgo real alguno en un caso en particular”. En este mismo sentido, la Corte Interamericana ha establecido en el caso Palamara que “[l]a imparcialidad del tribunal implica que sus integrantes no tengan un interés directo, una posición tomada, una preferencia por alguna de las partes y que no se encuentren involucrados en la controversia”. Es decir, que quienes integran un órgano de decisión administrativo o judicial no deben tener preferencias, afectos e inclinaciones que puedan poner en duda la objetividad de su decisión en un caso concreto.

El hecho de que el órgano administrativo a cargo de la investigación decida ante los medios de comunicación la culpabilidad de los investigados sin escuchar sus defensas sugiere que la institución tiene ideas preconcebidas en cuanto al asunto sometido a su estudio, lo que contraviene la Constitución y los estándares internacionales ya citados.

Finalmente, en cuanto al estado de inocencia, por animadversión que provoque una persona o entidad a determinado ciudadano o funcionario público, la simple afirmación ante los medios de comunicación sobre una supuesta condición de infractor no basta para destruir el estado de inocencia.

El artículo 76.2 de la Constitución ecuatoriana establece que “[s]e presumirá la inocencia de toda persona, y será tratada como tal, mientras no se declare su responsabilidad mediante resolución firme o sentencia ejecutoriada”, reglas similares constan en el artículo 8.2 de la Convención Americana y en el artículo 14 del Pacto de Derechos Civiles, ambos tratados internacionales por los que nuestro país se encuentra obligado.

El Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en su Observación General No. 13, señaló que: En virtud de la presunción de inocencia, la carga de la prueba recae sobre la acusación y el acusado tiene el beneficio de la duda. No puede suponerse a nadie culpable a menos que se haya demostrado la acusación fuera de toda duda razonable. Además, la presunción de inocencia implica el derecho a ser tratado de conformidad con este principio. Por lo tanto, todas las autoridades públicas tienen la obligación de no prejuzgar el resultado de un proceso.

De su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el informe del caso Martín de Mejía v. Perú, concluyó que: El juez debe abordar la causa sin prejuicios y bajo ninguna circunstancia debe suponer que el acusado es culpable. Por el contrario, su responsabilidad reside en construir la responsabilidad de un imputado a partir de la valoración de los elementos de prueba con los que cuenta.

Cuando la SRCPM se permite realizar una calificación anticipada de los hechos para afirmar que determinada persona ha incurrido en infracciones a la LORCPM, demuestra que ya ha realizado un juicio de valor y endilga a tal persona responsabilidad sin haber escuchado sus argumentos ni valorado sus descargos, transformando el estado de inocencia en presunción de culpabilidad.

En fin, parece necesario y hasta loable evitar que los proveedores de bienes y servicios abusen de los pobres ciudadanos consumidores o incurran en actos de competencia desleal con sus pares.  Es más, hay muchos ejemplos en nuestro país de prácticas económicas nocivas, incluidas las de ricos empresarios muy cercanos al poder actual que impunemente abusan de la generalidad de los ciudadanos.  Por eso que se investigue y se sancione no está mal.  Lo que está pésimo es que se investigue manera selectiva y que no se ofrezca las más elementales garantías del debido proceso a los “herejes” investigados condenados de antemano a la hoguera y al escarnio ante los medios de comunicación sin posibilidad de defenderse, bajo la falsa premisa de que pertenecer a la función pública coloca a los inquisidores más allá del bien y del mal. Y lo que está todavía peor es que evidenciadas sus atropellos al debido proceso estos “Torquemadas de los Andes” adopten la “postura Ratzinger” y nieguen haberse equivocado hasta ante la Defensoría del Pueblo que actualmente vigila sus prácticas irregulares  ¿No se darán cuenta que la sensación que dejan no es de justicia sino de ignominia? ¿No entenderán que lo verdaderamente revolucionario sería que respeten la constitución y los estándares de derechos humanos? ¿No sabrán que la inquisición ya pasó de moda?

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