Alternativas al presidencialismo

«La expectativa de vida de una democracia bajo un régimen presidencial es de 21 años, mientras que bajo un régimen parlamentario es de 72 años. Los regímenes presidenciales son menos estables bajo cualquier distribución de curules; de hecho, son menos estables en términos de cualquier variable. La razón más probable por la cual las democracias presidencialistas son más frágiles que las parlamentaristas, es que los presidentes rara vez cambian porque son derrotados en elecciones. La mayoría deja el cargo porque está obligada a hacerlo por una restricción constitucional que limita el período». El diagnóstico de Przeworski es lapidario. Y por buenas razones.

El presidencialismo, difundido sobre todo en América, ha acompañado la historia de nuestras repúblicas desde su fundación. En este modelo el presidente es a la vez jefe de Estado y jefe de Gobierno, y posee amplias facultades de administración, pero también otras legislativas y de justicia. Aun así, en la mayoría de los países en los que el modelo se aplica, se han inflado todavía más los poderes del presidente, llegando a lo que en la literatura política se conoce, desde hace muchos años ya, como hiperpresidencialismo. De Nino a Sartori, para nombrar sólo a dos, el modelo presidencialista ha sido visto con desconfianza, justamente por este tipo de degeneraciones a las que ha llevado. Sobra decir que el mejor “banco de pruebas” para hallar las fallas del sistema ha sido América Latina.

La tendencia a la desinstitucionalización y al caudillismo son dos de las causas más probables del fracaso del modelo presidencialista, al menos en la mayoría de países (hoy en día, doscientos años después de que se lo implementara, parece que se puede decir esto sin ambages). La persistencia de regímenes populistas, de abuso de poderes, de constantes crisis de representación, no pueden deberse sólo a malos políticos. Seguramentes estos problemas —de cierto modo endémicos— se ven favorecidos por un determinado modelo apto para que el germen crezca y se desarrolle hasta que lo infecta todo; tanto que luego aparece tan ligado a la vida cotidiana que se lo ve como normal, como parte irrecusable de la historia a conservar. Pero no se ve por qué tenga que ser así. Si hemos de reconocer que algunos problemas son endémicos o recurrentes, no hay razón alguna para adoptar un sistemas que los favorezca, cuando lo obvio es que hay que tratar de aplacarlos.

Pensemos en el caso ecuatoriano: veinte constituciones llenas de cambios cosméticos, al menos en lo institucional: fracaso tras fracaso, refundación tras refundación, para que luego nos miremos entre nosotros sorprendidos por los resultados finales. Hacer siempre las mismas cosas esperando resultados diferentes es una empresa de locos (bien valga el parafraseo de la frase atribuida a Einstein). Por eso, tal vez merezca la pena discutir sobre la necesidad de un cambio de modelo (no solamente de un cambio de presidente, de régimen o de partido): uno que reduzca la probabilidad de que nazcan nuevos caudillos, de que se hagan de todos los poderes; en fin, de que reproduzcan la sempiterna historia de nuestro continente.

Propongo que en la próxima Asamblea Constituyente (desde hace rato circulan propuestas al respecto, y basta nada más ceñirse a la historia del país para saber que alguna se instalará) se adopte un modelo distinto al presidencialista, sea semi-presidencial, sea parlamentario. Nos costará algo de tiempo adaptarnos, pero ya es hora de que busquemos otras opciones. Está de más decir que en esta sede me sería imposible proponer un diseño institucional bien delimitado, por eso solamente pretendo dejar planteado el tema con la esperanza de que sea materia de discusión y debate. En algún punto tendremos que dejar de correr en círculos.

Más relacionadas