Escribir sobre un terremoto

Nunca una noción sobre la escritura se ha acercado tanto a lo que siento, sobre todo ahora, cuando trato de ordenar las ideas en mi mente, cuando intento darles un sentido a las imágenes que me vienen a la cabeza y cuando me aferro a las palabras para no perder la calma. Hoy, escribir en el Ecuador es llorar.

Hace algunas semanas, recordando que el 23 de abril se cumplirían 400 años del entierro de Cervantes, así como de la muerte de Shakespeare y del Inca Garcilaso de la Vega, pensé que había llegado la hora de escribir, por fin, un artículo sobre la segunda parte de El Quijote, que terminé de leer a principios de este año. Desde el sábado 16 de abril no he podido escribir nada, tampoco leer. Sólo pienso en el terremoto y en lo inútil que resulta la escritura ante una tragedia que pulverizó a un país.

Me encontraba en la casa de mi amigo Nicolás, compañero de alegrías y desdichas, cuando sucedió el terremoto. Pensé que se trataba sólo de un temblor y que, como es usual, acabaría pronto. Pero los segundos seguían transcurriendo y el departamento en el que me hallaba se batía como barco a la deriva. Por primera vez en mi vida sentí terror y me ubiqué debajo de la mesa de la cocina. En lo único que pude pensar fue en los rostros amados que son parte de mi querida costumbre y en aquellos que ya no lo son pero que conforman mi memoria.

Fue Diego Araujo, el director de Opinión del extinto diario Hoy, quién me regaló mi primer (y hasta ahora único) ejemplar de El Quijote. Ya no recuerdo el año. Fue un día soleado. Debió haber sido muy extraño para Diego que un adolescente se apareciera en el periódico para solicitarle una columna de opinión semanal. Diego escuchó mis argumentos y luego salió de la sala. Regresó con El Quijote en sus manos y me recomendó leer el libro ‘Cuando era feliz e indocumentado’ de Gabriel García Márquez.

En el momento en que terminó el balanceo salvaje de la geografía tuve el presentimiento de que algo monstruoso había sucedido. Era, creo, el presentimiento de un grito horrendo. No servía el teléfono. Por medio del chat de La República.EC recibí la poca información que había sobre el sismo. En esos instantes, eran muy pocos en Quito los sospecharon que todo había cambiado para siempre en el país. Muchos querían continuar la farra del sábado por la noche. Mientras tanto, Pedernales, Portoviejo, Canoa y muchas otras poblaciones estaban viviendo el horror.

Mientras escribo esto, la cifra oficial de muertos es de 586. Según ciertos testimonios, la cifra real es mucho mayor. Hay más de 5.000 personas heridas. Al menos 20.000 familias sin casa. El número de desaparecidos es incierto. Mi familia y mis amigos se salvaron y, en la mayoría de casos, se encuentran bien. Sin embargo, nunca antes había experimentado la sensación de la muerte de un modo tan invasivo, directo, punzante e veraz. No sabía que los países se desgarran y sangran sin que se pueda hacer algo para evitarlo. Antes del 16 de abril no sabía que escribir, en realidad, no iba a servir de nada ante un cataclismo.

El domingo, mientras seguían las réplicas, comenzaron las muestras de solidaridad del pueblo ecuatoriano. Ya no escribiré mi artículo sobre la segunda parte de El Quijote para el 23 de abril. Pero la actitud de gran parte de la población del Ecuador, su entrega y sacrificio, me recuerdan indudablemente a la dignidad y al coraje del caballero de la triste figura, Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería andante, que en tan calamitosos tiempos se puso a defender a las doncellas, amparar a las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos.

Cuando le pedí a Diego Araujo que me diera una columna de opinión tenía la sospecha de que mi palabra podía influir en los grandes debates públicos que definían el destino del Estado. Me la dio muchos años después y una sola ocasión, la cual motivó la sabatina de un megalómano y más odio del poder contra el extinto diario Hoy. Ahora, escribir esta columna me ayuda a no volverme loco y a racionalizar, en alguna medida, los hechos atroces de la naturaleza. Consigno en palabras mi impotencia y frustración frente a las muertes y sufrimientos de tantas personas.

Siempre he pensado que la muerte resulta un espacio de paz absoluta y merecido descanso luego de un ruido feroz. Pero es duro ser sobreviviente y vivir la pérdida. Escribo esto, para que el lenguaje me ayude a superar el vacío que dejan tantas muertes. Para recordar, de algún modo, a las almas apagadas en un instante aterrador. Para aplaudir el valor de quienes tan empecinadamente han intentado salvar vidas entre los escombros.

Quizá escribir sirva de algo. Ojalá la palabra, hoy tan sinsentido e inservible, nos pueda en el futuro ayudar a recordar y a levantar el edificio de nuestra memoria familiar, nacional y humana. Una crónica de Carlos Arcos Cabrera, desde la zona del desastre, me ayudó a ver la utilidad de la palabra al registrar el tiempo y la valiente lucha de los humanos contra sus adversidades. La fuerza de la palabra para dar ánimo a un país y decirle a la gente que debemos seguir adelante, que la vida sigue y que sí podremos levantarnos.

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