Los taxistas de Quito

Los taxistas quiteños son los únicos en su especie que no esperan a que el pasajero le comunique a dónde va. Antes que yo alcance a balbucear una dirección, el conductor baja el vidrio de la ventana e impone a bravuconadas su ruta preestablecida. «¡Voy al Sur! ¡Ya estoy de retirada!».

O sea, en otras palabras: si quieres ir, bien. Y si no, también.

En Quito, luego de parar a un taxi, lo correcto es preguntar: “¿A dónde va, querido taxista?”. Es que, pese a que soy yo quien paga por el servicio, no hay que olvidar que el sólo hecho de permitirme subir al carro es un favor inmenso, un privilegio que no ocurre todos los días. Hay que emplear un tono gentil, educado, respetuoso para preguntar cuál es la dirección que el taxista pensaba tomar antes de que uno, imprudente, lo inquietara al detenerlo. Y luego, sí, persuadirlo para que cambie la ruta:

«Mire, señor taxista, la verdad es que yo tenía pensado ir a las Naciones Unidas y República de El Salvador; al Sur no quiero, no necesito ir. ¿Será que me puede dejar ahí, por fa, y después se va a su casa? Me deja en la esquina de la 6 de diciembre para que siga largo hasta al Sur y no se tenga que desviar. Yo cruzo la calle, no se preocupe, si es que le preocupa, ¿le preocupa?».

Lo siguiente es la escena del doloroso rechazo. El taxista menudea la cabeza de un lado a otro y desaparece no sin antes pisotear su llanta justo en el charco. Y me empapa todo: los zapatos, el abrigo y el ánimo. Permanezco enraizado a la acera, casi despechado, casi llorando porque ya ha pasado una hora, está granizando, es de noche, hace frío, vivo solo y no tengo a nadie en el mundo… ni siquiera un taxista que me recoja.

Y eso en el mejor de los casos. Es decir, cuando el taxista se toma la molestia de parar. La mayoría de los taxis están ocupados y pasan de largo. Otros van libres pero igual no les da la gana de detenerse. Si no fuera porque soy guapo, creería que es por feo que no se detienen.

Durante una temporada gris de mi vida, pensé que estaba parando a los autos del color incorrecto. Ahora, que he dejado de ser daltónico, mi teoría es que en Quito los taxistas no trabajan por necesidad: sacan sus carros a las calles, únicamente, para pasearlos porque quienes los conducen pertenecen a clases sociales elevadas. El dinero no les interesa. Fingen pasarla económicamente mal. Ni bien te subes a esos cochecitos amarillos, te hablan de crisis, de impuestos, de escasez. Todo es un disfraz, un guión memorizado. Sacar un taxi, para ellos, es un hobbie, una excentricidad de multimillonarios, como asistir a una carrera de camellos donde los jinetes son robots o a una de esas pescas que emplean moscas como carnada.

Una vez finalizado el día, se reúnen con sus colegas en el club privado del cual son socios, reacomodan las sillas frente a la piscina, las enderezan para que resulten más cómodas, destapan champagne, pican damascos turcos, brevas y pistachos, y se burlan de los rechazos del día.

-¿Cuántas carreras negaste hoy?”, le pregunta un taxista a otro.

-Sólo catorce. No tuve un buen día”, responde, afligido y avergonzado, el otro.

-A mí, en cambio, me fue de maravilla –saca el pecho otro-. Yo le giré la cabeza a veintinueve pasajeros. Si vieras lo lindos que se ven cuando estiran la mano y uno pasa de largo, impávido, ciego de sentimientos.

Si es que, ¡por milagro!, uno consigue un taxi, eso no significa victoria. Pobre que el pasajero no cargue sueltos. En ese momento, el taxista tuerce sus cejas, arroja fuego por la nariz, sangre por sus orejas y luego le dice al pasajero que, antes de montar su vehículo, debía de advertirle que le pagaría con el gigantesco, millonario e imposible-de-cambiar billete de USD 5; que había que alarmarlo de que no se traían las monedas exactas.

“No, pues” –piensa el pasajero pero no lo dice- “si le decía que no traía sueltos antes de subirme al taxi, no me hacía la carrera”. Siempre es mejor subirse a un taxi, esperar a que llegues a tu destino final y recién en ese instante, una vez finalizado el servicio, dar la estocada mortal, vengarse. La venganza a veces tiene forma de billete de 20 dólares para una carrera que no cuesta más de USD 2. La venganza es ese rostro despellejado, desencajado, desarmado que pone un taxista cuando lo obligas a entregar lo que menos quiere entregar: sus monedas.

El taxímetro cumple una función decorativa, estética. Es arte contemporáneo y sirve para contemplarlo, para admirar su belleza dentro de un museo rodante de color amarillo. Equivocados estamos los demás, los pasajeros desubicados que creíamos que servía para prenderlo, para arrojar un precio justo y exacto por la carrera. Es verdad que el taxímetro, en ocasiones, permanece escondido debajo de una franela roja, pero eso no significa que los taxistas, sobre todo en las noches, eviten usarlos para imponerte otro precio. No, no. Es que una obra de arte contemporánea, al menos una bien cotizada, debe ser cuidada para que ni el sol ni el polvo le llegue.

Me temo que llegará el día en que los pasajeros tengamos que recoger a los conductores de taxis en sus casas, en vehículos equipados hasta la última médula. Tocaremos el timbre de sus hogares, les abriremos las puertas del auto y les haremos las carrera que, descorazonadamente, a diario ellos nos niegan.

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