Juan León Mera, defensor de los perros

Un joven funcionario público de nombre Juan León Mera pasea por las calles de su ciudad, Ambato. De improviso, encuentra frente a sí una escena de inocente simplicidad: un niño juega con un perro.  Mera se detiene y halla tiempo para deleitarse de ese momento de júbilo, durante el cual «el sagaz animal leía en los ojos de su tierno señor, o le adivinaba el pensamiento para complacerle, manifestándole su afecto y alegría».

Pronto, sin embargo, un elemento de horror interrumpe tanto el juego como la observación. Un empleado de la municipalidad se ha percatado de la escena. Subrepticiamente, se aproxima a la misma, con la intención de ponerle fin del modo más violento:

«un ministril hirió traidoramente al precioso animal, el cual, dando un grito desgarrador, saltó sobre el niño a quien echó por tierra empapándole en su sangre, y murió entre dolorosas convulsiones en el mismo sitio en que un momento antes entretenía y deleitaba a su dueño, sin causar ni el más pequeño mal a nadie.»

Mera conoce perfectamente que el motivo de la acción del ministril no es tan solo un elemento de sadismo personal. El hombre ha actuado amparado en órdenes emanadas de superiores jerárquicos. En ese año de 1862, la Municipalidad ha reformado el Reglamento de Policía de la ciudad de Ambato, de modo a incluir una disposición tan tersa como draconiana: “La Policía mandará matar a los perros que se encuentren en las calles.” La Junta Provincial ha aprobado la modificación, dando paso al exterminio indiscriminado.

Conmocionado por lo sucedido, Mera utilizará pronto su elocuencia y conocimientos para denunciar tanto la barbarie cometida, como la norma burocrática que la han hecho posible. Su intervención se cristaliza en un ensayo intitulado ‘Defensa de los perros’. En ese texto – pieza fundacional dentro del ámbito de la protección de los animales en el Ecuador – va a sustentar con bases históricas, literarias y legales la indispensable necesidad de terminar con tal abuso.

Mera está agudamente consciente de que su empeño es el de un pionero: nadie ha desarrollado ideas similares en el país. Es por ello que se anticipa a responder a todos quienes no dejarán de mofarse de un alegato semejante:

«reíos, si gustáis, del defensor de los perros; pero tened presente que os opondré con serenidad nombres ilustres, hechos históricos y célebres y el asentimiento de todos los pueblos cultos en favor de los perros y que la nota de crueldad y de barbarie y la befa consiguiente no caerán sobre mí.»

Para fortalecer su enfoque, Mera invoca la autoridad del naturalista Georges-Louis Leclerc, Conde de Buffon, y del médico Jean-Louis-Marc Alibert. Cita de los mismos varios y extensos párrafos, dedicados a elogiar las virtudes de los canes. Luego de establecer esos antecedentes, presenta una serie de ejemplos tomados de la historia y de la literatura. Lo hace con audacia y humor, pidiendo a quienes han concebido la malhadada norma que se dediquen a ilustrarse, porque «es preciso leer para disipar las tinieblas de la inteligencia, corregir los afectos del corazón, y mirar y apreciar todas las cosas como se debe».

Mera culmina su alegato desarrollando, de modo tangencial, el aspecto jurídico de su explicación. En ausencia de todo antecedente de jurisprudencia que propenda, per se, a la protección de la naturaleza y de los animales, recurre a las leyes existentes, relacionadas con el patrimonio. Aplica así dos regímenes, aquel, civil, que garantiza la propiedad de semovientes, y aquel, penal, que impone expresamente, desde 1836, castigo a quien matase un perro u otro animal.

El aspecto más importante de su defensa, empero, se halla en un párrafo que merece citarse en extenso, en el que evoca la extrema animadversión que experimenta:

“[…] cuando veo la repugnante figura de un ministril ridículamente armado por vosotros para lancear perros en las plazas y otros lugares públicos; cuando contemplo las escenas de sangre y atrocidad con que habéis querido regalar al pueblo, para acostumbrarle sin duda a la crueldad y hasta a la infamia, desterrando de su corazón los afectos más dulces de compasión para con unos seres indefensos y de amor a las obras de Dios, cuando escucho el lastimero grito del infeliz animal que corre con las entrañas desgarradas a expirar a los pies de su amo».

De la lectura de esas líneas se desprende la visión de Mera en toda su complejidad. Al hombre capaz de sentir empatía por los animales, se aúna el pensador que busca difundir una verdad indispensable: quienes propenden a la crueldad en contra de seres indefensos, particularmente dentro del contexto público, van más allá de un mero sadismo personal. Corrompen, con sus acciones, a los ciudadanos a quienes acostumbran así a la crueldad. Una lección que, a ciento cincuenta y seis años de haber sido formulada, sigue tan vigente como el primer día en que fue divulgada.

mhbarrerab@gmail.com

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