Los migrantes también son seres humanos

Desde hace cuatro años que vivo en “La Florida”: un barrio de extranjeros. Aquí predominan los ciudadanos cubanos. En un principio, esta situación causó extrañeza a casi todos los habitantes del lugar. Ver cómo cada vez había más personas que no nacieron en Ecuador, en el barrio, no era algo de todos los días. “Estamos repletos de cubanos”, se oía por ahí. “Ya deberían cambiarle el nombre al barrio: debería llamarse La Habana”, se oía por acá. También, se escuchaban bromas como: “¿Qué le dice un cubano a otro cubano? Creo que equivoqué de Florida, chico.” Y, así por el estilo, durante un par de meses. Luego ya fue normal. No eran migrantes cubanos, simplemente se convirtieron en nuestros vecinos.

La Florida fue un lugar que les dio cabida para que empiecen a construir su nueva vida. Pero no fue el único. En la Pulida o en el barrio América, también muchos ciudadanos cubanos han podido instalarse. En las tienditas, las peluquerías, los restaurantes (sean de comida cubana o comida china), los bares, los buses, podemos encontrarnos con cubanos. Es normal y está bien. Unos buscan un empleo que tenga relación con sus estudios o con lo que saben hacer, pero primero deben encontrar uno que les permita sobrevivir hasta que puedan revalidar sus títulos y todo el lío que sabemos que es la burocracia ecuatoriana. Otros, solo están unos meses en Ecuador y luego piensan partir desde aquí hacia México o los E.U.A., donde se encontrarán con sus familias o amigos. Que también es normal y está bien. Desde su país es mucho más difícil (casi imposible y, al hacerlo, arriesgas tu vida y la de tu familia) realizar este plan. El Ecuador les brindaba eso, les ayudaba de esa manera. Les abrió los brazos.

La solidaridad bolivariana de izquierda que promocionaba el oficialismo, les permitió ingresar al país. Los cuidó. Los mimó. A varios, se les consiguió empleo y a otros se les dio facilidades para obtenerlo. Pudieron comprar sus boletos para irse a Gringolandia.

Tuve varios vecinos cubanos con los que me relacioné amistosamente. Dos ellos, los más cercanos, fueron una pareja de esposos que venían a Ecuador para rehacer su vida: Julio y Jennifer. Ellos eran felices en Cuba, mientras el padre de Julio –que era militar– aún vivía. Luego de su muerte, todas las comodidades de las que gozaban los jóvenes esposos, desaparecieron. Ahora, debían vivir como los cubanos promedio: sin ningún privilegio que los militares y los ciudadanos más cercanos al régimen tenían. Julio decía que cuando murió su padre se dio cuenta de que tenía que huir de Cuba, porque ése no era el país que quería para sus hijos.

Julio y Jennifer son médicos, graduados en la Universidad de la Habana. Se dio la oportunidad de viajar a Venezuela para hacer “misiones”: ayudar a otro país, en los aspectos que ellos conocen, con un sueldo miserable pagado por el Estado Cubano. Ellos aceptaron, gustosamente, para poder instalarse ahí. Se quedaron varios meses en Valencia. Vivieron junto con unos uruguayos. Todo estaba bien. Poco a poco, Venezuela se tornó violenta y sus “misiones” se estaban acabando. Regresaron a Cuba unos meses más. Buscaban la manera de salir de allí. Su sueldo, conjuntamente, no avanzaba a los cien dólares. “Con eso no haces nada, hermano. Todo es caro y difícil de conseguir.”, me solía decir Julio. “El Estado te da, pero debes hacer unas filas interminables y no siempre alcanza para todo el mes. Los cubanos nos las hemos ingeniado para ser peluqueros, electricistas, plomeros, mecánicos, vendedores. Hacemos de todo. Aprendimos a hacer de todo.”

Se abrió la posibilidad de venir a Ecuador para hacer unas nuevas “misiones”. Vinieron y se quedaron. Vivían en un departamento con cinco ciudadanos cubanos más, en la Pulida. Así, les podía alcanzar el sueldo. Vimos cómo vivían aquí, cómo se limitaban en sus gastos. No tenían casa propia, ni cosas propias, casi todo era prestado, comían cuando había comida. Pero se les veía felices porque, según Jennifer, todo esto era mejor que estar en Cuba. Aquí, al menos, podían pensar que en unos años esta situación podría cambiar. Allá era completamente imposible de pensarlo. No te hacías más pobre, pero no podías optar por nada más.

Luego, consiguieron empleos diferentes. Eran vendedores de libros, de viajes, etc. Revalidaron sus títulos de médicos. Poco a poco, hicieron amigos y contactos en este país aún desconocido para ellos. Mi padre y yo los ayudamos, en lo que pudimos. Ellos eran nuestros amigos. Cenábamos con ellos, nos íbamos de paseo, les regalábamos cosas, les mostrábamos donde es más barato comprar ciertas cosas de la casa, etc. En Quito, las oportunidades se les cerraban porque había muchas personas que no soportaban tener a un extranjero –y menos a un cubano, revolucionario, hijo del comunismo– en sus lugares de trabajo. El odio hacia ciertos extranjeros se notaba en las personas. Odio hacia personas que no tenían la culpa de ser cubanos, así como nosotros no tenemos la culpa de ser ecuatorianos.

Se fueron a Bahía de Caráquez, donde sí podrían trabajar como doctores. Pasaron varios meses y no supe nada de ellos. Ahora, gracias a otro amigo cubano, sé que ellos están en E.U.A. Me alegro por eso. Lo que me duele es ver cómo otros cubanos han sido tratados, humillados y devueltos a su país. Desde la mañana del 6 de julio, hemos visto como ciudadanos cubanos han sido violentados física y psicológicamente. Insultos, golpes y amenazas. Odio y más odio de los policías y el Estado ecuatoriano.

¿Se nos olvidó cómo han sido tratados los ecuatorianos en Europa y Estados Unidos? Se nos olvidó que quizás nosotros podríamos ser esas personas, que tal vez nosotros podríamos ser los que buscamos un futuro mejor en un país que no conocemos, lejos de nuestras familias y amigos, lejos de todo lo que alguna vez fuimos. ¿Qué tal si esto le pasara a un amigo, a un hermano, a un hijo? Estar durmiendo en un parque de un país que no es el nuestro, pasando frío, y que a la madrugada un grupo de policías llegue y nos desaloje golpeándonos, insultándonos, viendo como nuestras pertenencias son robadas, destruidas, botadas a la basura. ¿Qué tal estar tras las rejas, sin haber cometido, ningún crimen, únicamente, esperando a que nos devuelvan al país del que huimos? ¿Qué tal sentir que el país hermano, el que te dio la mano, ahora te apuñala por la espalda?

Los migrantes no son migrantes porque quieren serlo. Ellos no se visten de turistas y vienen a comprar cosas viejas para llevárselas a sus países y presumir con sus amigos que conocen el Ecuador. Los migrantes vienen a buscar una nueva vida, un futuro diferente al que, de seguro, van a tener en su lugar de nacimiento. Los migrantes no son sólo personas nacidas en otro país, ajenas a nuestro entorno, con otro acento y con costumbres diferentes. Ellos también son seres humanos, al igual que nosotros.

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