Vladimiro Rivas Iturralde y el artefacto soviético

Viajó a México en 1973 y allí se quedó. La palabra exilio no le dice nada.  «No me considero un exiliado» afirma con su voz de barítono. El castellano, con sus variantes nacionales, es el territorio común en el que soñamos y escribimos. El exilio es ruptura forzada, exclusión. No es su caso. En México hizo amistad con Juan Rulfo a partir de un casual encuentro, en una clásica librería, mientras los dos buscaban acetatos con ópera: una afición compartida. También con Octavio Paz que le abrió las puestas a la Revista Vuelta y con quien dialogó largamente sobre Jorge Carrera Andrade, de quien el mexicano tenía un alto concepto.

Vladimiro tiene una importante obra literaria: El demiurgo, 1967, Historia del cuento desconocido, 1974, Los bienes, 1981, Vivir del cuento, 1993, la novela El legado del tigre, 1997, La caída y la noche, 2000, Visita íntima, 2011 y Música para nadie, 2016. También es un ensayista notable: Desciframientos y complicidades, 1991, Mundo tatuado, 2003, César Dávila Andrade: el poema, pira del sacrificio, 2008; Repertorio literario, 2014.

Estos engorrosos inventarios son necesarios en una sociedad que, como la nuestra, cultiva el olvido convencida que nada de valor existe en el pasado, sin saber que tampoco en el futuro encontrará realización alguna. Está condenada a repetirse. ¿Hasta cuándo? «Hasta la vuelta señor» responde uno de los personajes de la leyenda quiteña.

Vladimiro Rivas marchó a contracorriente de las modas culturales del momento: cuando los Tzántzicos dominaban la escena cultural a fines de los sesenta, él animaba el debate desde la revista Ágora, opuesta a Pukuna, hacía crítica de cine para el diario El Comercio de Quito y mientras la tesis del compromiso del escritor se imponía sobre la creatividad —liquidando muchas vocaciones literarias—  Rivas descubría a Jorge Luis Borges —prácticamente desconocido en el Ecuador de la época— en la colección de la revista Sur que su padre coleccionaba y, escribía.

De aquella generación nacida después del 41 —generación de nuestra postguerra— fue uno de los poco, sino el único que publicó en los sesenta un libro de cuentos. Tenía 24 años. Los otros jóvenes escritores de la época hacían contribuciones dispersas en la revista Pukuna y en La bufanda del sol y en Letras del Ecuador y los tituló El Demiurgo. A Vladimiro no le gusta hablar de este libro que considera su prehistoria literaria. Corro el riesgo de hacerlo. En 1968, lo publicó la Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, con portada de Hugo Cifuentes. Un año antes Agustín Cueva había publicado Entre la ira y la esperanza, el polémico ensayo sobre literatura y cultura en Ecuador. Me imagino que El Demiurgo debe haber causado revuelo. En todo caso llamó la atención de Benjamín Carrión y le abrió las puertas del viaje a México, en donde haría su vida.

Sorprende el epígrafe de El demiurgo. Se trata de la estrofa inicial del verso Ariosto y los árabes de J. L. Borges, muy poco conocido en ambiente literario ecuatoriano, cuyo verso de apertura dice: «Nadie puede escribir un libro.» y sorprende aún más lo que el autor señala en el prólogo: «Entiendo que para publicar un libro, sobre todo si se trata del primero, hay que ser un sinvergüenza. Esto, que no me atrevería a entender de otros escritores, a quienes estimo en gran manera, sí lo digo desvergonzadamente de mi mismo.» Sinvergüenza lo entiendo como audaz. Vladimiro Rivas lo fue.

Cuarenta y ocho años después encuentro ecos de aquel libro en Música para nadie (Dinediciones, 2016). No es que se repita, para nada, sino que en el centro de sus preocupaciones literarias persisten retos, fantasmas, propuestas. También hay algo inquietante. En el prólogo a Música para nadie escribe: «Después de una vida dedicada a la narrativa y al ensayo, uno tiene que resignarse a lo que se ha escrito… Espero que el lector no tenga que leerlos con resignación.» Una sinceridad desconsoladora o desoladora. Excepto los escolares, que carecen de libertad, muy pocos leen literatura por resignación. Antes que te invada ese sentimiento, abandonas el libro. Recordé a Cafavis y el poema Los dioses abandonan a Antonio. La vida ha transcurrido y es difícil reinventarse. No es el caso de Vladimiro.

En Música para nadie, hay cuentos nuevos, otros que viene de Visita íntima (Terracota, México, 2011) y uno de ellos, Papá, que viene precisamente de El demiurgo.

El cuento que da el nombre al libro tiene  como protagonista a un excepcional músico, Gerardo, que compone todo tipo de obras que nadie interpreta ni escucha. Un símil de la literatura ecuatoriana. No sé si fue Fernando Tinajero quien dijo que publicar en Ecuador es la mejor forma de mantenerse inédito. Drama íntimo el de Gerardo, derrota asumida en silencio, pero que no ha mermado su capacidad creativa. En eso irrumpe la pasión por Elsa, una joven discípula del Conservatorio que admira e interpreta su música. Es la pasión de un hombre en el otoño de su vida, al que además le ronda la permanente amenaza de un ataque de lo que se conoció como el gran mal, la epilepsia. Gerardo emprende la creación de una ópera en que el personaje principal el Ligia-Elsa. No es así para Elsa: el amor es pérdida de libertad:

«La sonata  había brotado de maravilla entre sus dedos, pero ahora las cosas no marchan. Quizá se apresuró a aceptar el amor de él o cedió involuntariamente a la presión. Estas manos que acarician sus cabellos se niegan ahora a tocar y ella (Elsa) cree en sus manos… Mi libertad está ahora enajenada una improbable obra de arte». 41-42

El segundo relato lleva por título El amante y el artefacto soviético. Provocador desde su título.  Iris, bailarina, casada y Axel, un don Juan, viven una pasión intensa. En un diálogo memorable cuando ella le pide que le diga algo bonito para despedirse, luego de una cita amorosa, el responde

«—Eres un artefacto soviético expresamente diseñado para destruirme.

—James Bond —rió ella.»

Le pregunté a Vladimiro si en su vida amoroso había encontrado un «artefacto soviético». Ríe y nuevamente con su voz de barítono responde «Más de una vez».

¿Qué queda después del amor? El diálogo entre los amantes dice todo:

«—Quemarnos como un fósforo, como un leño…»

«La esperanza como tortura.»

«—Tal vez nada. La muerte.»

Madame Eduarda de George Bataille termina con una frase similar: «El resto es ironía, larga espera de la muerte». «Post coitum, omne animal triste est», decían los latinos. La imposibilidad del amor radica en su propia naturaleza devoradora. Tanto Axel, como el esposo de Iris, leen en su momento un grafiti: «Duermo con una mujer. Duermo al borde de un abismo». Es otro tema. La frase se repetirá en el cuento El apátrida.

Dejo a los lectores el descubrimiento de los otros cuentos de Música para nadie. Sé que no lo leerán con resignación.

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