Los EE. UU. de Donald Trump

Salvo el caso de Roosevelt, y de alguna otra situación excepcional como fue el caso de Bush padre sucediendo a Ronald Reagan, ningún partido ha podido retener la Presidencia de la República por más de dos períodos consecutivos. Además, el partido republicano ha venido controlando la Cámara de Representantes y el Senado por más tiempo que el partido demócrata en la última década. La mayoría de las gobernaciones son también republicanas. Y de paso, la candidatura de Hillary Clinton era considerada como muy vulnerable desde el punto de vista electoral. Así que todo apuntaba a que el partido republicano iba a retomar la presidencia de la nación más poderosa del planeta.

Hasta que llegó Donald Trump. Y con él todos los sueños de ver a un republicano regresando a la Casa Blanca se están esfumando. Aunque su victoria no debe aún descartarse, con el correr de los días sus probabilidades de triunfo se van haciendo más difíciles. Los electores se van enterando más y más de quién es él. Su falta de integridad y preparación para conducir a esa nación va quedando al descubierto.

Pero aun si Trump llegase a perder la presidencia, su paso por la política estadounidense dejará una huella tan insondable como preocupante. Para comenzar, la fractura que habrá causado en el partido republicano –una organización de 162 años de edad– será profunda. Trump hoy parece más un candidato independiente que un candidato republicano. Sus viscerales ataques contra su rival demócrata son tan feroces como las críticas que él dirige contra la jerarquía del partido republicano a quienes ha calificado de desleales.

Sin embargo, lo más grave habrá sido su contribución a infectar de populismo y racismo a las instituciones de la democracia constitucional de más larga trayectoria en la historia moderna. Uno de sus recientes discursos parecía de aquellos a los que estamos acostumbrados en Latinoamérica, o que hizo que muchos alemanes, especialmente judíos, prepararan sus maletas para emigrar allá por los años 30 del siglo pasado. Trump denunció, sin prueba alguna, la existencia de una conspiración mundial de la banca extranjera, las multinacionales foráneas, y los medios de comunicación para impedir su triunfo, y perpetuar un sistema político al que calificó de corrupto, y responsable por la inmigración ilegal, las drogas, el crimen, el terrorismo y la crisis económica. Ha acusado a Hillary Clinton de que estuvo drogada durante el último debate, y de que le harán fraude.

Los EE. UU. de Trump son una sociedad básicamente de blancos, donde la mujer no tiene otra ocupación que la de maquillarse, y donde no hay espacio para la diversidad cultural –que es precisamente el secreto de la vitalidad de esa nación–. Una sociedad como la de Trump comenzó a desaparecer en la década de los años 60. Hoy EE. UU. enfrenta nuevos desafíos que él y sus fanáticos seguidores parecen incapaces de vencer. (O)

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