Por qué los gringos no son tontos

Nada de esto es cierto. Al menos no completamente. Si la victoria de Trump obedece a algo no es a sus nulas virtudes intelectuales, sino a lo que representa y encarna Hillary Clinton, su rival. Como tantas otras veces, éste no parece un voto a favor de una propuesta política, sino una señal de repulsión al “mainstream”, la gran plataforma política demócrata. Y en ese sentido, la victoria de Trump es algo radicalmente democrático: los gringos optaron por rechazar el barniz de buenismo y el tufo sofisticado de Hillary. Menos, creo yo, por las groserías y disparates del hombre.

Hay un dato bien interesante que señala Idelber Avelar, un profesor brasileño que da clase en una universidad privada de Nueva Orleans. Todos los grandes medios de comunicación estadounidenses, excepto FOX News, se habían volcado a una arremetida zalamera y pegajosa de Hillary Clinton. Por el contrario, el voto para Trump fue silencioso, “grassroots”, espontáneo y orgánico, fraguado desde espacios más pequeños –ciudades medianas- con menos poder de penetración en las decisiones estatales. Algo de eso es precisamente lo que muchos de nosotros hubiéramos querido para una propuesta de izquierda en cualquier país.

Hillary Clinton, y las dos costas que le apoyaron masivamente, es la estetización de la política: el rasero academicista, matemáticamente calculado en su corrección política, deslindado de los reclamos de clase, que resulta una masa a la que se le observa con curiosidad antropológica, caridad cristiana y se le satisface con dádiva electoralista. Y claro, a la que se le da bala a mansalva. Pensar que Clinton basaba su política en la consideración a los derechos mínimos de los emigrantes indocumentados, que respetaba el legado de lucha civil de las poblaciones negras o que se las jugaba por mejores niveles de vida de los sectores populares, es una farsa. Pensar que garantizaba cierta institucionalidad para la selva capitalista y especulativa actual, también. Estamos hablando de la mujer que destruyó Libia, que se comió ciudades enteras de Irak y que, como si fuera poco, es financiada por el cabildeo de las transnacionales y las entidades financieras que ocasionaron la crisis de fines de la década anterior. El oropel de su maquinaria política era la jerga inclusiva, pluralista y la narrativa de la cohesión y la unidad en un país que no se la cree desde hace tiempo ya, precisamente porque a las clases populares les resultan insuficientes las propinas que se les dan desde las élites gringas: cupos en universidades de élite a cuentagotas, un servicio sanitario pobrísimo, nula interlocución con tomadores de decisiones y una descomunal boca que les llama a alistarse al ejército para lograr estabilidad económica.

Trump sí que apeló a un pacto de clase, sobre todo blanca y obrera, que resentía lo que en términos corteses Clinton y su gente llamaban globalización, liberalización, mercado global o economía de servicios. Por supuesto, los beneficiarios de estos ejercicios económicos no son ni los habitantes de estados deprimidos como Alabama o Tennessee ni la industria pesada que prefiguró la identidad estadounidense contemporánea: productos gringos en carreteras gringas para trabajadores gringos que trabajan en las fábricas gringas.

Las élites estaban en otras cosas, mientras tanto. Iban creyéndose multiculturales y falsamente inclusivas, refinando su jerigonza de la diversidad y la inclusión. Pero los gringos no son tontos. Ya comieron suficiente cuento como para repetir el error.

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