Que la fuerza te acompañe

Ha sido un año salvaje. Los ecuatorianos nos hemos visto obligados a sobrevivir a un terremoto y a una pavorosa crisis económica, que nos ha dejado agotados y con una insoslayable sensación de soledad. El año inició, el 10 de enero, con la muerte de uno de los más grandes músicos de todos los tiempos, David Bowie. Ni más ni menos. A Bowie le siguió Prince, Leonard Cohen y George Michael. Para que aprendamos que las desgracias nunca vienen solas.

El día después del terremoto, cuando acudí al centro de acopio del Parque Bicentenario de Quito, entendí una lección que nunca olvidaría. Ante las desgracias hay dos opciones: sacar lo peor o lo mejor de nosotros. Ese domingo de abril vi a cientos (tal vez miles) de seres humanos sacando fuerzas desde lo más profundo de su ser para reconstruir el desastre. Nunca había visto espíritus tan intensamente decididos a enfrentar adversidades y a demostrar una solidaridad tan grande que convirtió nuestro dolor en algo precario e inútil. Ante la desgracia, sólo la fuerza.

Cuando murió Leonard Cohen, entendí que la banda sonora de uno de los periodos más maravillosos de mi vida había acabado. Fue algunos días después de que la Academia Sueca concediera el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. A partir de ese momento, Cohen sería la evocación de mi feliz vida universitaria, el amor y el desamor, la refracción política y la desesperada necesidad de escribir. Las experiencias que nos marcan son totales, cargan polos opuestos, son inmensamente felices como desoladoras, son desgraciadas y nos obligan a ser fuertes. Todavía despedía a Leonard Cohen cuando llegó, en un mismo día, mi grado de abogado y la muerte mi abuelo materno, César Augusto Díaz Blanco.

La muerte de Leonard Cohen me retrotrajo a pensar en mi propia vida y al momento en que decidí ser escritor. En esa ocasión dije que tomé la decisión de escribir porque quería crear algo que sea tan bello, intenso y profundamente melancólico como ‘Hallelujah’, la canción de Cohen que más me acompaña. La voz de Cohen que nunca me deja solo. De algún extraño modo, este año me reveló a la escritura como una experiencia metafísica. Cuando leí, por ejemplo, las crónicas que Carlos Arcos Cabrera realizó desde la zona cero del terremoto. En ellas, recuerdo, la poesía de Federico García Lorca aparecía como una avalancha o una tormenta que con furiosa violencia limpiaba el espíritu y llenaba de fuerza a quienes tenían que ser fuertes para soportar el horror.

Escribo todo esto porque esta mañana me enteré de la muerte de Carrie Fisher, la estocada final de un año trágico en el sentido más griego de la palabra. Ayer, increíblemente, asistí al cine para ver ‘Rouge One’, una película de la saga de Star Wars que constituye, por su final, el último y más sentido homenaje de despedida a esa inolvidable actriz. Reconozco que me emocioné como un niño cuando vi a la princesa Leia Organa, joven como hace tantos años y llena de esplendor, pronunciar la palabra esperanza. Esa imagen es inmortal y si la fuerza existe, ha recibido a Carrie Fisher en la luminosidad cósmica de la galaxia.

Creo que Star Wars es la saga que más marcó mi vida o una parte de ella. Por lo menos mi consciencia política y mi deslumbramiento ante el poder de la ciencia ficción. Mi odio al autoritarismo lo aprendí de la Alianza Rebelde y de la impetuosa princesa Leia. La paciencia y la reflexión me fue enseñada por los caballeros Jedi, maestros que con sus sabios consejos y su actitud coherente y digna me enseñaron tanto. Y debo admitir que me enamoré de Leia, fue quizá el primero de tantos amores platónicos que se instaló en mi mente y en mi cuerpo.

Hablando de sensaciones infantiles y de Carrie Fisher, he recordado la emoción que me produjo su aparición en la séptima entrega de la saga, estrenada hace un año, ‘The Force Awakens’, con su mirada risueña y segura, ya no como la joven princesa enamorada de Harrison Ford, sino como una abuela a la que el paso de los años no le quitó la forma valiente de su sonrisa. El cine tiene esos regalos. En ese momento pensé que no es la juventud la que está llena de vida, sino aquellos rostros maduros que con el paso de los años se van impregnando de marcas y señas de lo que la vida es, signos de la memoria y pruebas irrefutables de que hemos ejercido el oficio de vivir.

Esas mismas marcas vi, durante años, en el rostro de mi abuelo materno. Las vi transformarse en sus últimos días, abandonar la rigidez y firmeza para asumir la debilidad y humildad que antecede y debe anteceder a la muerte. Los viejos se parecen a los niños porque están regresando al origen de la vida. Creo que el gran sentido de la muerte es la paz. Cuando lo vi por última vez, el último día de su existencia, supe que habían pasado muchos años desde la última vez que conversamos y que ya no tendríamos tiempo de volverlo a hacer. Murió a los 97 años y fue como el fin de toda una época. Quiero pensar que en la última mirada que me ofreció, nos comunicamos y nos reconciliamos, ya sin palabras. Algún día esas mismas marcas, que deja la vida, se acentuarán en mi rostro.

Dicen los signos del zodiaco chino que el mono, en su año, debe pasar de un periodo de muerte a uno de renacimiento, en el que la muerte es en realidad una oportunidad para reinventarse. El que acaba es el año del mono de fuego. Al fuego los ecuatorianos lo conocemos bien, por eso la más lúcida y metafísica de nuestras tradiciones es la quema de años viejos a la media noche del 31 de diciembre y primeros instantes del 1 de enero. En ese acto, drásticamente andino, nos decidimos a aprender, cambiar y crecer. Dejamos atrás el dolor y las terribles imágenes del caos: el terremoto de abril, el fracaso amoroso, la crisis económica, la muerte de las personas que nos han hecho compañía. Algunos corren con maletas alrededor de la manzana y comen doce uvas, porque la marcha sigue y debemos saltar sobre las llamas de la hoguera, somos fuertes y esas llamas nos alimentan. Y es que todo año que es una hecatombe nos revela la verdad de la condición humana, sus generosidades y bellezas, sus mezquindades y contradicciones. El ser humano puede ser derrotado, nunca destruido. Tenemos la fuerza y la fuerza nos acompaña.

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