Éirinn go Brách

Admito sin reticencia que no existe en mí la pasión del patriotismo, aquella virtud de los viciosos de la que hablaba Wilde.

Habrá algunos que me quieran reclamar mi silencio frente a las cuestiones importantes, específicamente la política. Sospecharan que carezco de opiniones o que, si las tengo, un recato cobarde me impide compartirlas. Uno que otro cercano me lo ha mencionado e incluso han intentado generosamente ver en mis columnas, aquellas que suelto porque me divierten, un proyecto o un comentario sutil. A mí me gusta recordarles que pocos me leen y que poco tengo para agregar al discurso nacional.

Confieso sin embargo que, pese a mi falta de fervor, me gusta jugar a la nostalgia de una herencia, aquel habito tan común entre los americanos de sentirse parte de una nación que no conocen, el peripatético proyecto de trazar el árbol genealógico hasta un ancestro ilustre o una patria que parece digna.

En mi caso es un pretexto para hablar de un pueblo que se parece mucho al nuestro y que goza de una literatura que ha dejado atónito al mundo.

Irlanda tiene una relación compleja con su lengua, el gaeilge. No saben sí aprenderlo es participar en una identidad o un malgasto de tiempo. Hay una gran ventaja en este dilema, lleva a una saludable ironía que obliga a pensar las herencias desde lo ridículo y lo ameno.

Saben que su historia incluye capítulos en extremo tristes y violentos y, sobre todo, injustos, y tienen claro que su república, incompleta hasta el día, les salió cara.

La diáspora ha dejado a la nación de Irlanda con la peculiaridad de ser un país que cuenta con menos habitantes que expatriados, tan completo fue el exterminio que lograron sobre ellos sus vecinos. Es un pueblo que fue considerado una raza inferior por todas las naciones del imperio inglés. En los registros de Boston, Filadelfia y Nueva York aún tienen los censos de los primeros migrantes que llegaron durante la “gran hambruna”. En una época previa a la emancipación de la esclavitud, las autoridades escribían “negro” en las casillas de origen, tal era el repudio que les tenían a los hijos de Irlanda.

Por eso, para suavizar el dolor nacional, suelen recurrir a su literatura, a una tradición que ellos consideran muy amplia y que incluye a genios que trabajaron la lengua del invasor, genios que se yerguen por encima de los poetas y los narradores de la tradición literaria más importante que tiene el occidente europeo.  No excluyen de dichas victorias sus épicas en lengua vernácula, la más antigua del continente, ni el encanto socarrón de sus canciones folclóricas.

Los irlandeses han peleado largo y tendido para ganarse su lugar entre las naciones del mundo y siempre han hecho de su literatura parte digna de esa lucha.

Son un pueblo de dos lenguas, de dos almas, y nadie les ha podido quitar esa dignidad.

Más relacionadas